“Todo es veneno, todo es cura. Lo importante es la dosis”.
¿Por qué comemos lo que comemos? La respuesta, tan compleja como deliciosa para los privilegiados que podemos hacerlo a diario, encierra un diverso e intrincado tejido de razones, más allá de ese sagrado baile ancestral entre el cuerpo y la energía que necesita para funcionar.
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En nuestra mesa no solo se sacian estómagos. Lo que nos hace unos seres superiores en la cadena alimenticia es que nuestros cerebros, más neocórtex que límbicos, han hecho de comer un ritual con cientos de variables: tradición, genética, epigenética, psicología, placer, entre otras, ganando cada vez más peso aquellas que no pertenecen solo al individuo y su historia, sino al colectivo presente y futuro como sociedad. Cada vez más, alimentarnos es un acto de comunión con aquello que cada uno considera importante.
Desde hace 1.5 millones de años con el fuego y la agricultura, el pan, dio vida a imperios y civilizaciones, el antiguo Egipto con su cerveza ofrendó a los dioses. La dieta mediterránea inspiró a filósofos y atletas y Roma expandió su apetito. El desembarque en América de Colón descubrió nuestro tomate, chocolate y maíz, creando un sin número de recetas hoy guardianas de todo ese festín.
Pero lo anterior no explica la totalidad de escena actual, una en la que el comensal de la bandeja paisa renuncia a algunas de sus frituras y a las bebidas azucaradas les leemos sus extraños ingredientes y, sin duelo, las reemplazamos por agua.
Con la revolución industrial, la natural alimentación dio un vuelco. Comenzamos a producir más, para más personas, a agregar ingredientes químicos que maximizan el sabor, mejoran la textura y la conservación. Todo esto a un mejor costo para la empresa, pero a un precio muy alto para la salud de las personas y el planeta.
La industria de alimentos se desarrolló como la más intensiva en el uso de recursos naturales. Usa el 33% de la energía global, el 40% de la superficie y genera más del 30% de las emisiones de carbono, una de las principales razones por las que tanto calor nos ronda sin clemencia. Esta realidad, catalizada por el Covid, nos ha transformado como consumidores. Un estudio de Kantar2023, en más de 11 países, revela que el 63% de las personas consideran que alimentarse es un acto cívico que habla de cómo queremos vivir y el mundo que queremos prolongar.
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Por eso hoy es habitual que pidas un café con una bebida similar a la leche pero vegetal. Y que por cierto, no seas el único, pues ya en USA representan el 16% de la categoría de leches y crecen sin parar.
Ahora, el problema radica en que solo el 50% de las personas logra ese cambio, pues encuentra muchas fricciones ¿Por qué alimentarnos mejor tiene que ser más costoso, más complejo o más maluco? ¿Por qué tantas marcas declaran ser saludables en sus atractivos empaques pero al leer ingredientes vemos los que estudios científicos califican como controversial?
No es este artículo un señalamiento a la empresa, tampoco una exigencia de perfección, pero sí un llamado a Gobiernos e Industria a escuchar al consumidor, a ejecutar con convicción una transformación más rápida y permitirle elegir sus motivaciones con información veraz.
No es una invitación a que todos comamos igual. Respetemos la bioindividualidad y la potente diversidad, pues la homogeneización alimentaria puede atentar contra nuestra riqueza cultural y ambiental. Tampoco a que exageremos y reduzcamos nuestra alimentación a un fin funcional. El mero placer también propicia bienestar.Este texto es una invitación a que seamos consumidores rebeldes, que ejercen su derecho a informados elegir su verdad, a hacer de cada bocado una comunión con sus historia y sus principios, una celebración de la vida y un acto poderoso y voraz para aportar a la construcción de un mejor mundo en el cual habitar.