Uno vuelve a sentir el murmullo de las aguas ante la inminencia del abismo. Uno vuelve a descubrir esa caída apoteósica. Uno piensa en los miles de millones de galones que caen cada día.
Las cataratas del Niágara son una cosa extraordinaria. Perdonen que use un adjetivo tan ordinario, pero son de lo poco que aún consigue que quede boquiabierto. No son las más grandes del mundo, pero son monumentales, y por siglos mantuvieron estatura de leyenda. Visitarlas era un hecho que podía dividir la vida entera en un antes y un después.
“Las sombras de las nubes, el receptáculo del cauce, los juegos de la luz y de la sombra combinados, y la reverberación vegetal, dan a las espumas del monstruo, según del lado que se las mire, un tinte de esmeralda muy bello, que hace un juego hermoso con los albos copos de la onda despedazada y de la bruma”.
Una de las mejores descripciones de las cataratas las hizo a mediados del siglo 19 un oscuro talento colombiano llamado Felipe Pérez. En su libro, Episodios de un viaje, Pérez les dedica pasajes memorables: “En invierno, el Niágara se petrifica a causa del frío, y su aspecto es entonces semejante al de una gruta construida por las hadas”.
Las cataratas del Niágara son por lo menos tres: la herradura del lado de Canadá –al noroeste de la isla del chivo–, el abismo recto y despeñado del lado americano y el llanto modesto y constante de la Dama de la Niebla, a cuyo borde se paró por años una doncella viuda, a la espera de noticias del cuerpo de su amado.
He perdido la cuenta de las veces que he visitado Niágara. Aquí también el asombro del amigo ayuda a darle vida al reencuentro. Uno vuelve a sentir el murmullo de las aguas ante la inminencia del abismo. Uno vuelve a descubrir esa caída gigantesca, explosiva, apoteósica.
Uno piensa en los miles de millones de galones que caen cada día, en la fuerza de los rápidos y de los remolinos, pero también en los testigos: cada vez se ven menos carapálidas, pululan inmigrantes recientes –hindúes, hispanos, combustible para el país del sueño–, familias de orígenes remotos que aún encuentran atractivo ese asunto abrumador.
Como el agua invita a la meditación –y deriva en contemplación– pronto se llega a comprender que las cataratas y su gente son lo mismo, agua que cae, agua diversa de trajes y colores, saris y túnicas, pañoletas o pantalones cortos –esta vez vi unos tan cortos que amenazaban con tragarse las cataratas.
Entonces se vuelve a pensar en la caída milenaria, en la canción sin pausa de las corrientes agitadas, en cantidades de agua y tiempo que reducen la vida de sus fugaces visitantes a un simple parpadeo, a un rocío nacido de una gota reventada que se eleva y que pinta de colores de arco iris la neblina y que se marcha.