Extraña sensación es la que provoca una rata en casa. Poco importa el tamaño real del bicho, ni la porción de su cuerpo que se haya podido ver, ni, mucho menos, el lógico terror que él mismo pueda tener de encontrarse cara a cara con nosotros: de cualquier manera, la comprobación de su presencia produce, en los primeros segundos, una desazón similar a la de las grandes catástrofes. Padres e hijos perderán el apetito si era que comían, y, en adelante, todo aquello que antes resultaba entrañable -la cálida despensa de los granos, la inocente pelotita del nene de casa, las fragantes plantas del jardín- ahora será visto con desconfianza y con la insufrible sospecha de que solo se trata de un inmundo foco de contaminación. Si hay un conejo en el hogar, su estatus caerá al suelo como si fuera de plomo. El bebé de casa tendrá una escolta reforzada. Los pisos se trapearán cada cuarto de hora. El ama desgranará las alverjas en su propio cuarto. Quien duerma en colchón pedirá asilo en alguna cama cuadrúpeda. Los rutinarios ruidos nocturnos pasarán de desapercibidos a siniestros, y quien logre conciliar el sueño tendrá pesadillas en que lo pisan rosadas y ásperas patas.
Todo jefe de hogar sabe que, más temprano que tarde, deberá batirse por el honor de su gente, en defensa de su morada ultrajada, contra un roedor merodeador que no ha sido convidado. Poco importa si ese adalid doméstico está o no preparado para el asunto, esto es, si es un manojo de nervios, un oficinista enclenque o uno de esos superhombres morales que dicen amar con furia la naturaleza: en todas esas alternativas, él solo, con valor real o simulado, deberá eliminar al animal o, en el menos sangriento de los casos -pero, al mismo tiempo, el de más dudoso resultado- deberá ahuyentarlo. Solo cuando la casa tomada esté habitada por una viuda indefensa y algún ramillete de preciosos menores de edad, la comunidad verá con buenos ojos que se llame a algún forzudo del barrio a cumplir tan arriesgada misión; pero sería degradante hasta la náusea que ese perito foráneo tuviese que llevar a cabo la cacería con el concurso cobarde de un padre de familia, un hijo con barba o algún tío arrimado que, en vez de echar una mano, se refugiaran sobre una silla o fingieran la repentina urgencia de, en ese mismo instante, tener que coger la gotera a la que se han resistido durante años.
¡Y la lucha contra una rata! Es a todas luces desproporcionada, aunque no se pueda estar del todo seguro a favor de quién. Ella puede, erizándose, convertirse en un pequeño monstruo, puede morder con dientes casi mortales o, escurridiza, escapar sin remedio; mientras tanto, el verdugo puede blandir y arrojar cosas, matar a patadas y acorralar. La ecuación de este choque, sin embargo, siempre deja ver esta fatalidad: la mayor parte de las veces, la rata escapa pero, por su porfía, sigue apareciendo hasta su caída definitiva. Pero, también, en la mayor parte de esas veces resultan vanos los aspavientos del marido inútil: con su sabiduría silenciosa, evitando estropicios en los palos de sus escobas y las botellas retornables, la esposa ha servido, en un rincón, un delicioso arroz venenoso. De modo que al bueno para nada solo le queda la tarea de arrastrar el cadáver lejos de casa.