/ Carlos Arturo Fernández U.
En muchas personas existe una especie de temor reverencial frente al arte. Quizá pensamos con demasiada frecuencia que es un asunto muy difícil de comprender. Como los testimonios más tangibles de las culturas antiguas y gran parte de las creencias e ideas del pasado se conservan bajo la forma de obras de arte, creemos que la única manera de acercarse a ellas es a través de complejos procesos intelectuales que den cuenta de esos valores.
Sin embargo, es necesario decir que el arte es también un juego y que a él podemos llegar con una actitud lúdica. No pocas veces las obras nos invitan a un disfrute que, a primera vista, podría parecer superficial.
Carlos Cruz-Díez (Caracas, 1923) es uno de los más importantes representantes de las tendencias del arte óptico y cinético, que tuvo su momento de apogeo a partir de los años 60 y 70 del siglo pasado. Y “Fisicromía 2108”, de 1984, en la colección del Mamm, es un claro ejemplo del juego del arte que el artista venezolano nos propone.
“Fisicromía 2108” (el título está en francés: “Physicromie 2108”) es una pintura de 101 por 201 centímetros, que, vista de golpe (o en una fotografía como las que aquí debemos usar) parece reducirse a una serie de estrechas franjas verticales de color. Pero, en realidad, la superficie de la obra no es lisa sino que está formada por una sucesión de delgadas varillas pegadas sobre el plano y que tienen colores distintos en cada una de sus caras libres. Como resultado de ello, podemos ver que el color cambia a medida que nos desplazamos frente al cuadro: es distinta la apariencia de la obra si la miramos desde la derecha, de frente o desde la izquierda y, sobre todo, podemos experimentar cómo se transforma ante nuestros ojos, es decir, en nuestro tiempo vital. Y el efecto aumenta cuando, como ocurre muchas veces, las “fisicromías” se despliegan sobre grandes superficies o en espacios urbanos. Carlos Cruz-Díez sabe que en ese proceso están involucrados complejos problemas de la física de los colores, y de allí se desprende el nombre de “fisicromías” que da a muchos de sus trabajos: unos son colores que vemos de manera directa y pura, otros se difuminan o se mezclan en la retina para producir nuevas tonalidades, mientras que a otros, en fin, solo los vemos a través de reflejos. Pero esos son los problemas del artista; el nuestro, al menos en principio, se reduce a movernos frente a la obra.
Así, de una manera sencilla y eficaz, el artista nos lleva a experimentar el carácter de su trabajo: nos mete en un juego en el cual el placer se deriva del descubrimiento del cambio que se produce ante nuestros ojos.
Pero, una vez que entramos en el juego, entendemos que aquí nuestro papel como espectadores es mucho más importante del que parece que tenemos frente a las imágenes que inundan nuestra vida. Cuando nos movemos frente a la “Fisicromía 2108” de Carlos Cruz-Díez, nos damos cuenta de que sin nosotros como espectadores la obra no existiría. Cambia porque nosotros nos movemos, y sin nuestro movimiento sería solo una sucesión de franjas de color. En otras palabras, el juego existe no solo por el artista sino también porque nosotros lo jugamos. Y, en esa medida, para que la obra se produzca son necesarias nuestra participación y experiencia.
Por supuesto, en este juego se pueden dar pasos ulteriores. La experiencia de la obra de Carlos Cruz-Díez puede llevarnos a comprender que toda obra de arte (también las antiguas y clásicas) es una forma de juego que nos necesita como observadores para poder existir.
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