No sabría decir con exactitud a qué lugar del Oriente de Antioquia pertenezco. Vivo en El Carmen de Viboral, tengo la fortuna de proteger un pequeño bosque en San Carlos, me crié en Rionegro, las raíces de mis ancestras están en San Vicente de Ferrer y las de mis padres, porque tuve dos, en Abejorral y La Ceja. Lo único que sé es que mi identidad y casi todo lo que soy y me apasiona, se deben a este territorio.
Y no solo al territorio, también a las mujeres campesinas que lo habitan, y digo mujeres porque, sobre todo, fui criada por ese hermoso colectivo con el que nombramos la tercera persona del plural: ellas. Mujeres que, como mi madre y mi abuela, me enseñaron a valorar el esfuerzo que trae cada plato de comida. Mujeres que atestiguan las historias de estas tierras y sus emociones, que resguardan sabiduría, que nos han alimentado por años y a su manera nos han enseñado de independencia y valentía. También de las luchas y el compromiso que tiene el dar de comer, de la resolución de la escasez con la creatividad más pura y de las penurias que traen ciertos días en el hogar.
Gracias a ellas, en lo que algunas personas ven una “apuesta gastronómica” –palabras muy usadas por estos días en nuestra región y con las cuales a veces tengo reparos– yo suelo ver la bondad de la tierra, el esfuerzo de la siembra, el riego y la cosecha. También el amor, el activismo fogonero, la resistencia para que ciertos platos no se pierdan y habiten nuestra memoria, por no contar la dicha que les brindan a nuestros paladares. Veo posibilidades de independencia económica, política y social para ellas, y cientos de formas de expresar lo que somos culturalmente. Por último, siempre me gusta imaginarme esos platos repletos de comida (porque acá somos bastantonas) como un abrazo que me recuerda que, en cada arepa, teja, suela, crema de chachafruto, macho rucio, sopa del cura, frijoles con coles, fiambre o natilla de maíz, habita la memoria de eso que somos. Sin mujeres campesinas no hay memoria.
Hace poco leí el Instagram de La Inmaterial, una casa mutante en El Carmen en la que habitan la cultura y la solidaridad, una frase que decía algo cercano a: “Le hace falta calle. Yo creo que le hace falta campo”. Nos hace falta campo y, a veces, me atrevería a decir que, en el doloroso proceso de alejarnos de la naturaleza, nos hace falta más campo que calle.
Interesarse por las historias de las mujeres campesinas –más allá de las a veces utilitaristas investigaciones– y su sabiduría es una forma de comenzar a habitar ese campo, de entenderlo y reconocer ese montón de historias anónimas de aquellas que nos han alimentado o, como decimos por acá, “nos han levantado”. Es, además, un compromiso con nuestros orígenes, mucho más ahora cuando la identidad del Oriente parece conjugarse con la de la ciudad. “Para que un árbol se asome y vea el sol, necesita de raíces fuertes”, le escuché decir a Alejandro Tobón, profesor de la Universidad de Antioquia, en un foro de cultura del Oriente que tuvo un nombre hermoso: “De la provincia al universo”.
Amasemos historias, sancochemos pensamientos, fritemos prejuicios y endulcemos emociones. Todo eso es posible desde el más bello de los activismos: el que arde en el fogón.