Cuando Julio (q.e.p.d.) y Manuel Posada me invitaron a escribir en Vivir en El Poblado, nuestro querido barrio era muy distinto, lo mismo que la cocina. Durante estos años desapareció gran parte del patrimonio arquitectónico compuesto por bellas casas y fincas, remplazado casi todo por moles insulsas de ladrillo a la vista, todas iguales, iguales a las que se hacen desde hace 40 años; algo parecido pasó con nuestras cocinas caseras antioqueña y colombiana, hoy casi en extinción salvo algunos héroes empecinados en conservarlas.
En muchas casas aún se conservaban las tradiciones culinarias paisas: sopa, seco y sobremesa. Se comía en familia a horas exactas en medio de un ritual de amor en el cual la buena conversación era sagrada. Se mantenían en las despensas dulces y postres memorables: de tomate de árbol, moras, cocas de guayaba, papayuela, brevas, cernidos, bocadillo, arequipe, pionono y demás delicias. Aún se hacían arepas de verdad, no esos engendros de CD y babosa que comemos hoy; los apartamentos se entregaban con dos huecos en el pollo para instalar el molino. Pasear por las carreteras era un placer, pues los estaderos y fondas ofrecían gran parte de los platos que componían nuestro menú matriarcal: sopas de papa, plátano y guineo, campesina, de oreja, de arracacha, sudaos y sancochos, arroz y espaguetis con pollo, todo lo que desapareció para ser remplazado por la bandeja paisa como representante de la exageración desmedida de una época y varios personajes que debemos olvidar.
“Cambia, todo cambia” y gracias a Dios, mucho para bien. El boom de la construcción y el auge de la gastronomía llegaron con montones de restaurantes: unos buenos, otros malos, otros deplorables y, gracias a Dios, algunos extraordinarios. Se mantienen varios de los montados por cocineros apasionados; desaparecieron, sin pena ni gloria, gran parte de los que montaron inversores que improvisaron mostrando su desconocimiento del sector. Murieron lentamente leyendas de ciudad como La Aguacatala, El Café Café, La Posada de la Montaña, La Bella Época, Monserrat, San Jorge, Las 4 Estaciones, La Tranquera, El Club de Ejecutivos, El Castellano, Manhattan y La Estación, confirmando las dificultades para sostener restaurantes en nuestra ciudad. Algunos que empezaron con éxito desbordante, subieron como palma y bajaron como coco; cuando un restaurante abre con sus ventas en lo alto de la curva, la caída es casi segura, mejor les va a los que empiezan despacio y se van consolidando gracias al boca a boca. Otros que ya son leyenda, como Frutos del Mar, Podestá, Hatoviejo, Donde Bupos, El Herbario, Il Castelo, Mystique, El Cielo, La Provincia y El Café Le Gris, casi siempre tienen una característica común y es su dueño o chef al frente; igualmente propuestas auténticas, con identidad, unas nuevas y otras no tanto, como Milagros, Brulée, Ferro, El Cuadril, Verdeo, Chef Burger, Le Coq, Artisano y Niña Juani cada día se consolidan más como excelentes alternativas. Nuestro barrio ha progresado bastante y hoy se come mucho mejor, ahí está la Virgen.
Durante estos años creció mucho la devoción por el asado y hoy la oferta de parrilla a la manera argentina se encuentra por cada rincón. El boom de las alitas picantes duró poco y quedaron los pioneros. Aparecieron las plazoletas de comidas en los centros comerciales, unas con muy buenas propuestas y otras regulares en donde la mayor virtud de muchos es vender barato sin importar la calidad.
Lo mejor de todos estos años es la evolución del comensal, hoy mucho más conocedor. Las nuevas generaciones exigen cada día más calidad en comidas, bebidas y servicio. Por eso es triste ver tantos negocios fracasar con una conclusión, fruto de la arrogancia y la ignorancia: “Es que la gente de aquí no sabe comer”, como una mujer que no consigue novio y cree que el problema son los hombres. Espero sus comentarios en [email protected]
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Cambia todo cambia
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