Dicen que las historias de ese libro tienen cuatro mil años. Fueron y vinieron entre familias y pueblos; viajaron a lomo de mercaderes, en busca de personas que les sacaran provecho. Algunas se adaptaron donde llegaban: “Un muchacho recibía cada día una ración de mantequilla, miel y pan. El muchacho se comía el pan y guardaba lo demás en un cántaro colgado en la pared. Un día, el muchacho pensó que con la venta de ese pequeño tesoro podría comprar unas cabras. Calculó que, con los años, su riqueza aumentaría. Más tarde construyó una mansión en el paisaje de sus sueños y consiguió desposarse con una mujer hermosa. Pensó que tendría un hijo y que lo educaría con severidad y con cariño: ‘Y si veo que es torpe e ingrato’, dijo levantando un bastón, ‘le daré un golpe así…’ Y al hacerlo golpeó el cántaro y terminó bañado en miel y mantequilla”. En Damasco, la historia habla de un chico que recogía huevos. La versión que llegó a estos parajes habla de una muchacha que llevaba leche al mercado. Mil años antes de Cristo, ya los inquietos fenicios habían traído al Medio Oriente algunos de esos relatos. Esopo no tuvo que esforzarse demasiado para componer sus fábulas; en el siglo 6 antes de Cristo, ya esas historias eran muy viejas.
Por esa misma época, en un reino de la India, había un rey famoso por su crueldad. Sólo pensaba en su interés y en la satisfacción de sus antojos, a expensas de sus súbditos y de los reinos vecinos. También en aquel reino vivía un sabio llamado Baidabá. Un día Baidabá reunió a sus discípulos y les dijo que se presentaría ante el rey para tratar de hacerlo cambiar. Los discípulos pensaron que era un error, pero respetaron su decisión. Baidabá fue recibido por el rey, le señaló sus excesos y lo invitó a honrar la memoria de sus antepasados, a ganar el respeto de sus súbditos y a dejar un buen recuerdo tras la muerte. El rey entró en furia y ordenó que lo mataran, pero luego decidió perdonarle la vida y mandarlo a la cárcel. Pasaron varios años y, una noche, el rey se desveló mirando las estrellas y tratando de entender los misterios más complejos. Al día siguiente llamó a sus consejeros, pero no le supieron dar respuestas. Entonces, se acordó de Baidabá, quien fue llevado a su presencia y respondió todas sus preguntas. El rey se disculpó por su aspereza y le pidió que escribiera un libro que contuviera la sabiduría de los siglos. Cuando Baidabá y sus discípulos terminaron la tarea, el rey le dijo al sabio: “Pídeme lo que quieras”. Baidabá dio las gracias y dijo que no necesitaba nada. El libro, por su parte, fue depositado con mucho celo en la biblioteca del reino.
Doce siglos más tarde, un rey persa supo de la existencia de aquel libro y envió a un hombre talentoso para que lo trascribiera. La misión fue muy larga y arriesgada. El enviado se granjeó la amistad del bibliotecario del reino y logró lo que buscaba. Años después, en el siglo 7, Abdala Ibn Almokaffa se basó en el texto persa para escribir la versión árabe. Aquella fue la base de las traducciones posteriores: al latín, al castellano (ordenada por Alfonso el Sabio) y a muchas otras lenguas. A comienzos del siglo 20, Antonio Chalita Sfair hizo una versión directa del árabe al castellano moderno y ese libro, cargado de criaturas parlanchinas, siguió su largo viaje. Hace como treinta años, el vendedor de fantasías lo puso en mis manos. Me explicó la importancia de aquellas historias y me dijo que cada ser humano debe conducir su vida como un soberano. Al lado de la vida, ese libro fue su mejor regalo.
Oneonta, diciembre de 2011.
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Calila y Dimna
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