/ Esteban Carlos Mejía
* La otra vez dije que “leer es dejar de ser”. En eso creo. Al leer dejamos de ser lo que somos y nos transformamos en lo que no somos: el coronel Aureliano Buendía, Philip Marlowe, el príncipe Andrei Nikolayevich Bolkonsky, Lisbeth Salander. Debí aclarar que me refería a la lectura de obras de ficción. Pura magia.
Nabokov, Vladimir, el creador de Lolita, lo explica mejor que yo: “La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neardenthal gritando ‘el lobo, el lobo’, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando ‘el lobo, el lobo’, sin que le persiguiera ningún lobo. El que el pobre muchacho acabara siendo devorado por un animal de verdad por haber mentido tantas veces es un mero accidente. Entre el lobo de la espesura y el lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura.”
La ficción, invencible e invulnerable, nos acompaña desde épocas inmemoriales. Noche y día ocupa nuestra mente, aunque la vida ordinaria nos acose con descaro. Leer ficción es un buen camino para la salvación del alma. Lo digo en serio. La ficción nos aleja de nuestro entorno, por más ruin y opaco que sea, y nos hace comprender el entramado de la realidad. Nos enseña a sobrevivir, a pensar, a soñar. Nos da fortaleza y fe. Nos llena de energía y nos hace evolucionar. Nos vuelve creativos y nos ilumina con el sol resplandeciente de la confianza en nosotros mismos. En bandeja de plata, nos hace sentir ingeniosos e intuitivos. Es la reina de la imaginación, que a su vez es la loca de la casa, según Teresa de Ávila. Las otras me perdonen, pero la ficción es el amor de mi vida.
** Día tras día. ¿Cuál es la efemérides literaria de esta semana? El 6 de marzo de 1856 nace en Příbor, Moravia, Imperio Austríaco (hoy República Checa), un bebé rozagante y, no lo dudo, muy enamoradizo de su madre, tanto como Edipo de la suya, es decir, la vilipendiada y nunca bien comprendida Yocasta. Estoy hablando de Sigmund Freud, padre (¿algún nombre mejor?) del psicoanálisis, esa vaina que aún le da dolores de cabeza a próceres, manicomios, escuelas, iglesias, partidos y otros dogmas. Algo de su obra escrita ocupa más de veinte tomos en español. Y su técnica, el llamado dispositivo sicoanalítico, es usado por miles de personas alrededor del mundo con resultados ad líbitum, o sea, “a placer, a voluntad”, como guste a cada quien. De sus libros menos clínicos, a mí me encantan tres, cuya lectura parsimoniosa y desprejuiciada recomiendo sin vacilación: Tótem y tabú (1913), El malestar en la cultura (1930) y El porvenir de una ilusión (1929). No hay que sicoanalizarse para gozar con su claridad, atrevimiento y divina indiferencia.
*** Body copy. “-He observado con amargura -decía la señora en fluido castellano que apenas dejaba traslucir un leve acento extranjero- que las clases altas españolas, a diferencia de lo que ocurre en el resto de Europa, no consideran la cultura como un blasón, sino casi como una lacra. Juzgan por el contrario de buen tono hacer gala de ignorancia y desinterés por el arte y confunden refinamiento con afeminamiento. En las reuniones sociales no se habla jamás de literatura, pintura o música, los museos y las bibliotecas están desiertos y el que siente afición por la poesía procura ocultarlo como algo infamante.”
Eduardo Mendoza. La verdad sobre el caso Savolta. 1975.
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