Como es obvio que nuestra infraestructura vial ya no está a la altura de las circunstancias -y que sin duda se irá quedando más y más atrasada- toca empezar a improvisar soluciones de medio pelo. Baratas, burdas y efímeras, pero algo ayudan. Y eso, cómo negarlo, es mejor que no hacer nada.
Es el caso de los bolardos flexibles, esos pequeños postes plásticos, casi siempre amarillos o anaranjados, que de un tiempo para acá han aparecido por centenares en nuestras principales vías urbanas y rurales.
Su propósito obvio es evitar que nuestros poco disciplinados o poco hábiles conductores realicen ciertas maniobras peligrosas para ellos o para los demás. Su propósito menos obvio es disimular la falta de condiciones de nuestras obras públicas para conducir adecuadamente el tráfico.
¿Que los vehículos están cambiando mucho de carril y es mejor tenerlos bien filaditos? Bolardos. ¿Que hay que prohibir un giro a la izquierda que está bloqueando el tráfico? Bolardos.
¿Que hay curvas estrechas en las que hay frecuentes accidentes? Póngale bolardos. ¿Que los vehículos están cambiando mucho de carril y es mejor tenerlos bien filaditos? Bolardos. ¿Que hay que prohibir un giro a la izquierda que está bloqueando el tráfico? Bolardos ya, en lugar de retornos. ¿Que es una recta en que la gente está intentando sobrepasar peligrosamente? Claro, ¡más bolardos!
Ganas no les deben faltar de instalarlos en toda la longitud de las arterias principales de Oriente y un número creciente de vías de El Poblado. ¡Ya casi lo logran en Las Palmas!
Solución barata y práctica, por supuesto. Efectiva, más o menos. Duradera, muy poco. En nuestro medio, desde el primer día los vehículos empiezan a rozarlos, pisarlos, quebrarlos y destruirlos. Cuando no es que la gente los arranca para llevarlos como trofeo a su casa.
A las pocas semanas se empiezan a notar faltantes, un poco más tarde ya hay espacios largos sin bolardos y después de un tiempo más ya todos son historia. Es que no quedan ni los tornillos de fijación.
Y ahí sí, vuelta a la normalidad. Que es no tener ni bolardos, ni nada. Por un tiempo, lo sentimos mucho, sálvese quien pueda. Mientras se vuelven a dar las exigentes y escasas condiciones que permiten volver a instalar estos dispositivos: que haya presupuesto, que haya licitación, que se la gane alguien confiable, que ejecute bien, etcétera. Y así sigue el círculo.
Debemos recurrir a ellos porque cuando planeamos y construimos vías intentamos hacer todo lo que se pueda y más, con el mínimo posible de inversión, buscando cantidad antes que calidad, y con la urgencia de inaugurar dentro del período del gobernante que la impulsa.
En fin, los bolardos nos acompañarán durante muchos años más. Al menos hasta que aprendamos a planear y ejecutar mejor nuestras obras. O hasta que aprendamos a conducir mejor.
Primos lejanos de los bolardos son los estoperoles o señales de piso, que merecen capítulo aparte. Son importantísimos, ayudan enormemente a la conducción y a la organización del tráfico, pero duran menos aun que los bolardos.
Debe existir alguna manera, que no hemos descubierto aún, de fijarlos con mayor fuerza al pavimento. Que duren siquiera cinco años. Y que no terminen, también, como trofeos en las casas de muchos irresponsables conciudadanos.