En mi final, Betty, el as bajo la manga del Canal RCN, por fin se reconocería, se aceptaría y se daría permiso para salir del cascarón. Sin pedir autorización, sin necesitar aprobación.
Es víctima del espejo, del maltrato de los jefes, de las burlas del vecindario, de la superprotección de don Hermes, del ropero de doña Julia, de los cánones tradicionales de belleza…
Y, por sobre todo, es víctima de sí misma, que es lo más triste.
Me refiero a Betty la fea, el as bajo la manga que el Canal RCN incluye en el menú, cada que está harto de recibir sopa y seco de sus enfrentados. Con ella en pantalla va a la fija en las mediciones del rating.
Muchos de quienes la vimos en 1999 -antes de que viajara a 180 países, fuera traducida a 25 idiomas y ganara un Guinness Record por todo ello-, la hemos vuelto a ver ahora, un poco por nostalgia. Fernando Gaitán, el genial libretista que la creó, decidió irse con su risa a otra parte, a comienzos de este año. Y nos dejó en pésimas manos.
¿Qué la hace tan apetitosa, incluso para los malos televidentes? (Para mí, algunas coincidencias: tuve brackets, como ella; tengo gafas, como ella; me tropiezo, como ella; soy alérgica a los cocteles, como ella…). Pues, aparte de los argumentos sociológicos que puedan exponer los expertos, desde mi sofá sin pretensiones me atrevo a decir que su bien dosificado sentido del humor. Los personajes y las situaciones son una gozada. Nada qué ver con las narconovelas que se dan silvestres: muñecas, viudas y reinas de la mafia; paraísos con y sin tetas; carteles de sapos, patrones del mal… Con el cuentico de que son píldoras pedagógicas para la memoria nacional. Qué va, a los anunciantes les priva aparecer en los cortes de comerciales. Y, hablando en plata blanca, eso se traduce en plata.
Nada qué ver tampoco con los realitys que se tomaron las programadoras, expertos en sacar de los participantes los instintos más bajos del ser humano: envidias, celos, traiciones, falsedades… Miserias que fabrican ídolos perecederos, arrancan aplausos e, igual, hacen sonar las registradoras.
Qué botaderos solemos ser los espectadores de la caja mágica. Por nuestra propia voluntad, además. Menos mal siempre existirá la opción de un buen libro que nos salve de tales ráfagas de desechos.
Y, volviendo a La Fea, un spoiler, aunque después de veinte años casi nadie debe ignorar el final. Beatriz Aurora Pinzón Solano se vuelve cisne (me pregunto: ¿si la actriz que la representa no fuera bonita, la hubieran mandado al quirófano?), llega a la presidencia de Ecomoda (¿por sus indiscutibles méritos o porque mutó a bella?), y se casa, obvio, con Don Armando (¿para subrayar su transformación?).
En mi final, la cereza del pastel no sería, definitivamente no, la caza de un marido. Sería que la nueva Betty, ¡por fin!, se reconociera, se aceptara y se diera permiso para salir del cascarón. Sin pedir autorización, sin necesitar aprobación.
ETCÉTERA: No quiero importunar con “intelectualidades” el disfrute llano de Betty la fea, pero estoy convencida de que desde el punto de vista feminista, no resiste mayores análisis.
(Egancitico, me dejaste el corazón sin frenos).