La columna de este mes iba a ser otra. Les iba a hablar de Argentina y de la nueva tendencia de volver al teatro musical sin amplificación, como el teatro puro y duro. Pero, los hechos que han sacudido al país en los últimos días me dejaron con una tristeza difícil de agitar. De esas que se sienten en el pecho cuando uno escucha, casi en susurro, la voz de Pedro Aznar preguntando: “¿No te pone triste… la crueldad de unos con otros?”. Y sí, sí me pone triste. No solo por lo que pasó, sino por lo que se repite. Por lo que se acumula. Por esa sombra del rencor que parece cada vez más densa.
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En momentos así, me acuerdo de la orquesta. No porque yo trabaje en una, sino porque en ella aprendemos a escuchar de verdad. A escuchar con humildad, con intención, con generosidad. En una orquesta, nadie puede imponerse al otro. No todos necesitan brillar, ni todo el tiempo. De hecho, muchas veces la grandeza de un músico está en saber cuándo no tocar, cuándo sostener al otro, cuándo hacerse a un lado para que alguien más lidere. Y ese que brilla un momento, al compás siguiente se convierte en acompañante. La lógica es otra: no se trata del lucimiento individual, sino de construir algo colectivo. La música —la obra entera, no el solo de uno— es el único objetivo. Nadie está por encima de esa meta común. Por eso, una orquesta es, quizás, uno de los laboratorios de empatía y escucha más complejos y hermosos que existen.
Ojalá funcionáramos así como país.
En Colombia nos acostumbramos a etiquetar al que piensa distinto. Le ponemos adjetivos antes de siquiera intentar comprenderlo. Decimos “castrochavista”, “mamerto”, “facho”, como si esas palabras lo explicaran todo. Como si un rótulo fuera suficiente para desechar al otro. ¿Y si en vez de etiquetar, escucháramos? ¿Y si hiciéramos el esfuerzo, aunque sea incómodo, de entender qué hay detrás de lo que el otro dice? ¿Y si decidiéramos dejar de pensar en ganar discusiones para empezar a sanar conversaciones?
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No se trata de pensar todos igual. Se trata, precisamente, de aceptar que no lo haremos. Y aun así, convivir. Construir. Reparar. Porque si algo compartimos es que somos colombianos. Y eso debería significar algo más profundo que un pasaporte. Debería significar un compromiso cotidiano: con la empatía, con el respeto, con el diálogo, incluso (y sobre todo) cuando no estamos de acuerdo.
El problema de Colombia no está solo en sus gobernantes. Está en nuestras pequeñas acciones. En la forma como tratamos al taxista, al vecino, al que se cuela en la fila, al que piensa distinto en una red social. Está en la facilidad con la que despreciamos al otro por no votar como nosotros, por no hablar como nosotros, por no vivir donde vivimos. Y está, también, en nuestra renuncia silenciosa a cambiar eso.
No hay soluciones mágicas. Pero sí hay decisiones pequeñas. Podemos elegir no responder con rabia. Podemos elegir no reenviar esa cadena llena de odio. Podemos elegir tener una conversación difícil sin alzar la voz. Podemos elegir, cada día, ser parte de un país que no se grita sino que se escucha. Que no se divide, sino que se reconoce en su pluralidad.
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Como en una orquesta, necesitamos encontrar la armonía en medio de las diferencias. Entender que el otro no es un enemigo. Que una nación no se construye con aplausos para unos y abucheos para otros, sino con el humilde arte de escucharnos. Aunque no nos guste lo que el otro dice. Aunque no estemos de acuerdo. Porque escuchar, al final, es un acto de amor.
Y Colombia —esta Colombia tan herida, tan tensa, tan al límite— necesita, más que nunca, ese amor traducido en respeto.
Pero no basta con desearlo. Hagámoslo real. En nuestras casas, cuando hablamos con quienes piensan distinto. En nuestros trabajos, cuando las decisiones se tensan. En la calle, en las redes, en la mesa. Escuchar es una forma de cuidar. Y este país solo va a sanar si lo cuidamos entre todos, un gesto a la vez. ¿Nos comprometemos?
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