Como Puente de Bocaná, Quebrada Arriba o El Cuchillón se conoció este sector del Valle de Aburrá que después,por sus aires diáfanos y situación privilegiada, se llamó Buenos Aires
“En Buenos Aires no hay parque”, me sorprende Eduardo Valencia, músico y antiguo habitante de este sector. La falta de un espacio verde y arborizado, como existe en otros barrios de la ciudad, me abrió las puertas de un mundo: el de la calle que desde sus primeros días fue puerta de entrada, polo de desarrollo, ruta de tranvías, inspiración de poetas y escritores, columna vertebral y también parque, a su manera. La calle Ayacucho se convirtió en personaje. Si hablara, cuántas historias contaría. Agreste e inesperada en sus primeros años; bulliciosa y plena de energía en el tránsito a la modernidad y, ahora, entrado el siglo 21 y en vísperas de que el tranvía la recorra de nuevo, es otra vez la calle joven, inesperada y excitante de la comuna 9.
Antes que Prado y Laureles, Buenos Aires fue el barrio por excelencia de Medellín. La calle Ayacucho, su eje, se hizo inevitable porque todo —alegrías, tristezas y bullicio— pasó por ella; sus vías afluentes hicieron las veces de parque donde la vida de barrio, con sus celebraciones, bazares y procesiones, transcurrió en el buen aire que se respiraba en sus alturas… “En lugar de andar ‘juniniando’, nosotros íbamos Ayacucho arriba y Ayacucho abajo”, recuerda Valencia.
En 1919 don Tomás Carrasquilla escribió en su libro Medellín: “… se prolongó hacia arriba, obra de cuadra y media y todavía extramuros, la calle Ayacucho. Un ciudadano Rave levantó por ahí una venta con billares. ‘Buenos Aires’ rezaba su letrero enorme. ¡Y tú que lo dijiste! ¡Eso fue como un sortilegio ineludible! Vecinos y no vecinos acudieron. Quiénes, solar; quiénes, casa; éste, quinta; aquél, ventorro; arbolado del Municipio, iglesia los fieles, pronto cuajó aquello como por arte de encantamiento.
‘Buenos Aires’ por sus alturas y sus vistas, con su rambla y sus calles adyacentes y sus vertientes al Santa Elena; ‘Buenos Aires’ con su éter, su Gerona y su Basílica, será siempre, en este suelo andino, el paseo sin rival.
Otros camellones han surgido; muchos surgirán todavía; ¡pero tú Buenos Aires, hermoso y saludable, dominarás siempre, imponente y soberano…!”.
A mediados del siglo 19 el doctor Ignacio Uribe Mejía, dueño de las tierras conocidas hoy como Plazuela de San Ignacio, camino obligado hacia el Oriente, impedía el paso por sus predios. La gente debía seguir el cauce de la quebrada Santa Elena o atravesar la hacienda El Pantano, hoy Guayaquil, propiedad de don José Santamaría. Esa calle se llamó Pepe Santamaría; sin embargo, con la construcción del llamado “cementerio de los pobres”, en San Lorenzo, y el consecuente recorrido de los cortejos fúnebres, fue más conocida como Calle de la Amargura. Cuando los herederos del doctor Uribe Mejía autorizaron el paso, el camino, apenas apto para transitar a pie o en mula, se llamó Camellón de Ayacucho en honor a los patriotas que, bajo mando del general Antonio José de Sucre, vencieron en la batalla del mismo nombre. Cuando el Camellón pasó a llamarse Paseo de Ayacucho, permitió el paso de vehículos. El siglo 20 convirtió el Paseo en Calle Ayacucho y la modernidad con su nomenclatura la convirtió en Calle 49.
Los enemigos de Carlos Coriolano Amador lo llamaban El burro de oro porque cada empresa que se le venía a la cabeza era un éxito que contribuía a aumentar su fortuna. Potentado excéntrico en una época en que la burguesía local tenía como faro la cultura europea, Coriolano Amador trajo a Medellín el primer automóvil, con conductor francés incluido; hizo instalar ascensor en su Palacio de la Plaza Berrío y mandó a fabricar, en Inglaterra, una réplica del portón en hierro forjado del Palacio de Buckingham para que sirviera de puerta de entrada de su finca Miraflores, en la parte alta del Paseo de Ayacucho, al inicio de la falda de Miraflores (hay quien asegura que Coriolano Amador compró el título de Marqués de Miraflores en la Corte española, por el nombre con el cual eran conocidas sus tierras). La réplica se hizo popular como La Puerta Inglesa. Años más tarde, en el mismo lugar nacería una doble vía arborizada y empinada como ninguna, conocida como Las Mellizas. Ayacucho, que entonces tenía diecinueve cuadras, subía desde la carrera Cundinamarca hasta La Puerta Inglesa, punto de referencia ineludible en la historia de la calle y del barrio.
La demanda de vivienda aumentó, en general por gentes venidas del oriente de Antioquia, y el desarrollo de la ciudad se dirigió hacia la ladera de la montaña en forma rápida y desordenada. En 1921, cuando empezó a funcionar el tranvía eléctrico, el crecimiento se incrementó; para 1922 el tranvía, con doce coches a disposición del público, movilizaba a más de nueve mil personas cada día.
“… El tranvía aceleró la urbanización de las laderas, en especial Buenos Aires, Sucre, Villa Hermosa y Manrique, así como zonas más planas y remotas como Aranjuez y eventualmente Berlín, con lo que la ciudad adquirió el perfil alargado en dirección sur a norte que todavía hoy conserva…”, escribiría Jorge Orlando Melo en Espacio e Historia en Medellín en el año 1997.
Pero con el aumento de automóviles y buses de transporte público a gasolina, las operaciones del tranvía disminuyeron y la ruta de Aranjuez fue la última en prestar el servicio en 1951.
De La Puerta Inglesa para arriba, seguía la carretera de Santa Elena, donde se batieron récords y también se vivieron tragedias como el derrumbe a la altura de Media Luna que sepultó a la mamá del campeón que dos años antes había pulverizado el tiempo en esa carretera de curvas empinadas. Y de La Puerta Inglesa para abajo, Ayacucho, la calle donde los lugares y las gentes hicieron su historia, aparecieron y desaparecieron y volvieron a aparecer.
Las calles narran las ciudades y sus habitantes narran las calles. A pesar de los trabajos de construcción del nuevo tranvía que volteó patasarriba la Ayacucho de hoy, Juan Alberto Gaviria y Eduardo Valencia, mis anfitriones en la comuna 9, la recorren con los recuerdos a flor de piel. Subimos desde Girardot rumbo a Las Mellizas y a medida que avanzamos la historia hace presencia. Un día de 1953, el mismo año de la doble tragedia de Media Luna, el señor Rafael Flórez —propietario de una casa que fue orfelinato y luego plaza de mercado sobre la calle 50, Colombia, entre Berrío y Giraldo, a una cuadra de Ayacucho—, decidió donar el terreno a las Empresas Varias para construir allí una plaza de verdad. El nuevo sitio se convirtió en la Placita de Flórez, en honor al donante. Muchos creyeron y creen aún que el nombre tiene origen en la cercanía con Santa Elena y sus flores. “… Aquí en la Placita de Flórez —dice Luis Rodrigo, un hombre colorado como la gente de tierra fría, que hace treinta y cinco años atiende un puesto que heredó de su papá— se encuentran las más bellas flores de Santa Elena y San Cristóbal y se come la mejor arepa de chócolo de los alrededores…”.
Frente a la Casa Botero, que algunos llaman palacio, otros castillo y fue una clínica, mis guías se preocupan por su futuro incierto. Pocos pasos más arriba, por la misma acera y bordeando un muro de piedra que recuerda el de Las Lamentaciones, encontramos la iglesia del Sagrado Corazón. Dos años antes de su inauguración fueron instalados los catorce pasos del viacrucis que pintó el artista belga Georges Brasseur en 1926. No se sabe cómo logró terminarlos pues no le gustaba Colombia y no veía la hora de dejar el país. Diagonal a la iglesia, quedaba la farmacia Santa Elena, de don Alberto Gaviria Vélez, donde acudía gente hasta de la América para que les aplicaran inyecciones intravenosas; la farmacia era, además, punto de encuentro de los campesinos ricos del oriente en su paso hacia Medellín. Allí paraban a conversar, a solucionar la situación del país o a recordar.
Al frente del bar de Pompilio, en el costado sur de Ayacucho, está la panadería Buenos Aires, famosa por los hojaldres. Y de allí hasta La Puerta Inglesa, en el tramo menos empinado de la calle, donde estaban el Jardín Clarita y el bar Astral, no queda nada; las fachadas, las mesas de billar y los selladeros del 5 y 6 y del Totogol, desaparecieron. En lo que fue la casa de don Efe Gómez, donde su viuda vivió después de la muerte del maestro, hay un parqueadero. Don Efe no vivió en esa casa pero siempre tuvo un apego especial por Buenos Aires. El personaje de su cuento El paisano Álvarez Gaviria nació en cercanías del puente de La Toma, que une a Buenos Aires con Enciso, y como coincidencia última, don Efe murió en 1938 en la carrera Córdoba a una cuadra de Ayacucho, donde vivió sus últimos años.
En el cruce de Suiza con Ayacucho empiezan Las Mellizas. En lugar de La Puerta Inglesa hay una estación de gasolina y al otro lado de la doble calzada está el mercado Puerta Inglesa. En 1946, allí terminaba el recorrido del tranvía. El nuevo tranvía de Ayacucho volteará a la izquierda en la esquina de Suiza y seguirá hacia Miraflores y Oriente, estaciones del metrocable más arriba…
La casa de los Gaviria, en el barrio Restrepo, era el punto de encuentro. Como un recuerdo imborrable, Juan Alberto y Eduardo hablan de “El helechal” un espacio entre helechos en la casa de los Gaviria, donde se hacían todas las celebraciones, fiestas de cumpleaños, grados, empanadas bailables y compromisos; allí surgieron amistades que hoy perduran y se consolidaron vocaciones musicales interminables. Recuerda Eduardo Valencia que había noches en que se reunían allí hasta veinte guitarras y a cada una se le adjudicaba un turno para ejecutar su música. Casi siempre terminaban como una estudiantina interpretando música colombiana o, con el tiempo, las baladas yeyé y gogó de moda…
Eran unos bacanes, nos invitaban a un trago y nosotros cantábamos una o dos canciones. Nunca nos pasó nada, había noches que íbamos hasta Enciso y volvíamos a las dos o tres de la mañana. Otros días, al final de la noche, nos encontrábamos con los demás grupos que también venían de dar serenatas y nos juntábamos a cantar.”
Estamos en verano, el sol inclemente no permite sombras. Por los trabajos del nuevo tranvía,escasean los aleros o espacios para evadir el sol
Y así, poco a poco, descubro la memoria asombrosa de Eduardo para los lugares y los nombres de quienes vivieron en el barrio durante aquellos años felices. En la calle Honduras, detrás de la iglesia, vivían los Macías, los González, los Lotero y los Aristizábal que enseñaban a manejar carro. En la misma calle, las Tortas Doña Teresa en el primer piso, y en el segundo Gustavo Quintero, el vocalista de Los Graduados, quien cantaba la misa en latín. Y los Domínguez, también músicos; los Ramírez, los Díaz, los González, los Villegas, los Soto, las Eusse, los Álvarez —dos hermanos músicos y famosos—, los Cardona, los Ochoa, los Arango, los Ossa, los Cañas, los Ríos; los Uribe, que vivieron cerca de cuatro esquinas; los Vieco —en Bélgica con Pichincha—; los Palacio, los Serrate, los Toro. La lista es larga… Hugo Macías, Norman Bravo y Fausto, voces inolvidables; Los Black Stars, Los Médicos, Los Hispanos, Los Cardenales, Los Golden Boys, Los Allegro, Los Éxitos y los Echeverri, pioneros del perifoneo en Medellín. Músicos por todas partes.
Cuando no se encontraban en el bar de Pompilio, se encontraban en el Buenaventura o donde Ismael, el del Granero Imperio, en la calle Honduras, el mismo que conservó un vale dejado por unos vecinos, estudiantes y sin plata, hasta que volvieron veinte años después a cancelar la deuda.
Y, de repente, todo se acabó. Entre los 70 y los 80, con la llegada de la cultura mafiosa, barras de amigos desaparecieron. Algunos vecinos, conocidos, compañeros, hijos de familias del barrio se metieron en “la pomada” y se volvieron choferes, guardaespaldas, capos o mulas del narcotráfico. La plata fácil apareció con las motos ruidosas, los carros deslumbrantes, los desconocidos. A unos los mataron, a otros los encanaron… y Buenos Aires cambió.
El cronista
Saul Álvarez Lara
Nació en Bogotá y reside en Medellín. Es escritor, editor, pintor, ilustrador y diseñador. Estudió Pintura Monumental en La Cambre, en Bruselas (Bélgica).
Entre sus obras publicadas están los libros de cuentos Recuentos (primer premio del Concurso de la Cámara de Comercio de Medellín en 2001), El teatro leve, El sótano del cielo, y las novelas La silla del otro y ¡Otra vez!
También es autor de Las musas del teatro leve, publicación digital de BCN Base de Barcelona, y de Tres cuadernos: 1. Testigos urbanos. 2. Pasajeros de bus. 3. Signos de ciudad (ficciones y fotografías).
En 2014 presentó en la Galería Banasta, en el Complex de Llanogrande, Sensibilidad nómada. Lo inesperado va por mi cuenta, exposición de ficciones y fotografías.