El sofá de mi biblioteca necesita un cambio. Pero los hábitos que he adquirido en mi oficio de lectora libertaria permanecen.
De pronto caí en cuenta de que el sofá que por los últimos diez años me ha arropado con sus brazos de gorda de Botero, estaba pidiendo a gritos un cambio de look. Es de dos puestos, color arena, para que Camelia también lo pueda disfrutar como le gusta: patas arriba, con la cabeza colgando y los pelos blancos entreverados con las letras.
En su forro de tela burda, desteñido y raído por la danza perpetua de las horas, está escrita una parte fundamental de mi historia: la lectura. Con pasar cuidadosamente las manos sobre la superficie se podrían recuperar los títulos, autores y géneros literarios -desde folletos promocionales y circulares del edificio, hasta ensayos y novelas, pasando por revistas, periódicos y textos de estudio- que se han arrellenado en sus cojines. Las huellas están ahí, la memoria no tanto. (No sé si a ustedes se les van olvidando detalles de lo que leen. A mí sí y me da una ofuscación…)
Mi sofá no ha sido nunca un mueble yerto de esos que entronizan los decoradores para adornar espacios de ver y no tocar que les son ajenos. No. Es un objeto entrañable que llegó a mi vida para compartir el rincón de libros arrumados que llamo biblioteca, a sabiendas de que le queda grande tal nombre. Lo uso -el vocablo biblioteca-, porque me sabe a gloria y me huele a rama de pino verde. (Así me sabían y olían las noches frías en la finca de los abuelos, cuando los grandes nos leían cuentos en el corredor).
Sentada, recostada, acostada, desempeño en mi sofá el oficio de lectora libertaria. Leo varios libros a la vez. En desorden, sin hermenéutica y haciendo caso omiso de las listas de más vendidos o de las críticas literarias ininteligibles o de los intelectuales que presumen de sus lecturas. Me declaro incapaz de contestar a la pregunta: ¿cuál es el libro que la ha marcado? y de escoger los que llevaría a una isla desierta. Si por ahí en la tercera parte, ni me huele ni me sabe, lo dejo sin ningún recato -sea de quien sea-, la vida es corta y la fila de pendientes, larga. (De existir pecados, el de la gula sería el mío; compro libros, aunque no tenga dónde ponerlos ni sepa cuándo leerlos, pero los miro haciendo torres de lego al lado del sofá y sonrío de satisfacción). Excepto tres o cuatro que se equiparan al aire que respiro, me encanta prestarlos con el ánimo de que no me los devuelvan; los libros tienen que andar los caminos sin alambradas que se los impidan.
Y, ténganse fino, aquí viene lo que para muchos puede ser lo más escandaloso que yo haya hecho sobre mi sofá: ejercer el derecho a rayar. Con el lápiz, el estilógrafo e, incluso, el marcador que tenga a la mano, subrayo palabras líneas o párrafos enteros. Hago anotaciones al margen y doblo alguna que otra punta de página, como para corroborar.
Actos vandálicos, a lo mejor dirán este y aquel, lo mismo da. Son manías. Unos los dejan impolutos, estilo adorno de vitrina; otros, intervenidos, estilo casa habitada. (Pertenezco a la cofradía de los interventores desde niña, los libros de mis hermanas fungieron de maestros). El único problema de esta práctica surge al momento de dejarlos ir, porque si no podemos borrar las marcas que hemos hecho, imponemos a los demás –exponemos a los demás- las relaciones de intimidad que hemos forjado. Y hacer striptease siempre da cosa.
ETCÉTERA: Cómo voy a extrañarlo cuando se lo lleve el tapicero. Ahora seré yo la única que tenga que lidiar con una arruga aquí, una estría allá, una mancha de sol… Las cicatrices que evidencian lo que hemos vivido juntos. ¡Ay, mi sofacito!