En nuestra portada, una obra de arte urbano del artista Blanco. Con esta imagen cotidiana nos hace reflexionar acerca de la realidad corriente que nos rodea.
Se habla mucho en la actualidad acerca de las relaciones entre el arte y la vida urbana. Quizá sea este uno de los asuntos más interesantes de las manifestaciones artísticas en el último medio siglo. Se afirma con frecuencia que el arte debe salir de los estrechos límites que representan las paredes del museo y lanzarse a participar de lleno en la realidad vibrante de la calle y de la plaza en la ciudad contemporánea.
Sin embargo, para comprender la importancia de estos procesos, vale la pena considerar el asunto desde una perspectiva histórica, porque no puede afirmarse que la condición urbana del arte sea un fenómeno típico y exclusivo de las últimas décadas. En efecto, si nos remontamos al mundo clásico y continuamos a lo largo de la Edad Media, del Renacimiento y del Barroco, es decir, desde la Antigüedad hasta el siglo XVII, por lo menos, y si, además, tomamos en consideración las grandes culturas prehispánicas y las de los pueblos orientales, encontraremos por todas partes que las artes se despliegan generalmente en condiciones urbanas: son parte de la vida de la ciudad, en calles y plazas, o en espacios públicos que encarnan los valores ciudadanos que se manifiestan a través de las artes.
Sin embargo, a partir del siglo XVIII y hasta la segunda mitad del XX se privilegiaron muchas veces los valores puramente estéticos, que diferenciaban el arte de las demás actividades sociales y permitían verlo como una realidad autónoma, centrada en sus propias relaciones internas, lo que llevó incluso al extremo de valorar solo el arte por el arte mismo y a privilegiar el disfrute silencioso y privado de las obras.
Por eso, teniendo en cuenta ese proceso, se comprende que cuando hoy se habla de arte urbano no se trata solo de salir a la calle sino que se reivindica la posibilidad de que, por ese medio y a través de desarrollos estéticos, se planteen y discutan los valores sociales y culturales.
Los murales de Juan David Jiménez Mora (Medellín, 1997), quien firma su obra con el nombre de “Blanco”, irrumpen de forma contundente en el espacio urbano, contra cualquier pretensión de privatización. En realidad, estas pinturas parecen pintadas “en voz alta”, como si fueran una proclama, y nadie que se aproxime a ellas puede evitarlas. Pero el mural Espera de un silencio no se impone solo por su tamaño sino también por la simplicidad con la cual está realizado: grandes brochazos de colores planos y contrastantes pero armónicos, dentro de un esquema de tendencia geométrica; todo ello contribuye a generar una sensación de estabilidad y de silencio, en contraste con la agitación callejera y con la condición forzosamente efímera de un trabajo de este tipo que, por su misma naturaleza, está sometido de la violencia fortuita de los elementos ambientales y a la acción, intencional o no, de los transeúntes.
El muralismo, con técnicas muy diversas, tuvo una larga presencia en el arte latinoamericano y colombiano del siglo XX, normalmente con planteamientos ideológicos que exigían una fuerte carga retórica y discursiva. Por el contrario, en el mural de Blanco no pasa nada; es simplemente una imagen cotidiana que, en “voz alta” pero sin retórica, nos hace reflexionar acerca de la realidad corriente que nos rodea. Un personaje anónimo, como somos todos, cuya presencia no pasa inadvertida gracias a la pintura. Seres anónimos pero cargados de misterio. Y un arte urbano que no proclama ideologías, sino que hace pensar en la impactante realidad de lo cotidiano.