/ Carlos Arturo Fernández U.
Con las obras de arte nos pasa muchas veces lo mismo que con las personas. Podemos encontrarlas y pasar a su lado como si no existieran o como si fueran, apenas, una parte del paisaje. Naturalmente sabemos que existen tantas personas (y tantas obras de arte) que la vida entera no nos alcanzaría para entrar en relación con las que nos cruzamos en el curso de unas pocas horas.
Y si uno se pone a echarle cabeza, bien podría pensar que esa es una de las manifestaciones más tremendas de nuestra fugacidad humana pero, al mismo tiempo, es una herramienta de supervivencia: ¡cuántas historias de vidas extraordinarias se nos escapan! Y, al extremo, lo perdemos todo si nos negamos a establecer relaciones con los demás. Pero sería imposible vivir en permanente comunicación con todo y con todos: necesitamos tiempo para nosotros mismos. Es un asunto de equilibrio.
La relación con las obras de arte pasa por los más diversos estados de ánimo y de conciencia. Es lo mismo que nos ocurre en las relaciones con los seres humanos; y no es extraño porque, al fin de cuentas, una obra de arte es una realidad humana, en el más profundo sentido de la palabra. En efecto, a pesar de su belleza o sublimidad, la naturaleza no produce arte, al menos como se concibe en Occidente; por el contrario, el arte se entiende como creado por personas que, de alguna manera, lo destinan o entregan a sus semejantes.
Por eso, nuestro vínculo con el arte es una verdadera relación humana frente a la cual podemos experimentar gozo o dolor, incomprensión, interés, entusiasmo, indiferencia, curiosidad, malestar, en fin, toda la amplia gama de posibilidades que enfrentamos en los contactos humanos. Tampoco puede pasarse por alto que en la comunicación entre personas se hacen patentes los prejuicios y los juicios precipitados, la colaboración o el conflicto sobre opiniones, convicciones y creencias, el contacto entre esquemas y niveles educativos, culturas y edades diferentes; que se enriquece con los gustos de cada uno, con sus placeres, sus lecturas y saberes, su carácter, sus experiencias particulares, su psicología, sus deseos, sus esperanzas y temores; que nos comunicamos a través de nuestra corporalidad, limitados y potenciados por nuestros sentidos. Y así podríamos continuar indefinidamente, intentando aproximarnos a lo más cercano para decir, al fin de cuentas, que nos comunicamos desde nuestra realidad y cotidianidad. Y que, si queremos comunicarnos, tenemos que participar y colaborar en el proceso, eliminando prejuicios e intentando entender los puntos de vista del otro. Por supuesto, también es posible no querer entrar en esa comunicación.
Marcel Duchamp, Fuente, 1917
Me quisiera referir a tres asuntos comunicativos que, según creo, serían útiles en semejante proceso de aproximación al arte.
En primer lugar, es muy difícil llegar a comunicarse si se parte del prejuicio de que no es posible entender al otro o a la obra de arte, que sus lenguajes son incomprensibles o que expresan asuntos sin interés. Con frecuencia los prejuicios no se dirigen solo a individuos sino a grupos enteros, como cuando frente al arte contemporáneo se plantea de entrada que es una estafa insignificante. La única posibilidad de llegar a recibir un aporte de una obra de arte, desde el arte del mundo antiguo hasta el de hoy, pasa por la decisión de abrir la mente a la consideración de ideas ajenas.
En segundo lugar, es indispensable reconocer que los seres humanos somos distintos, lo mismo que las creaciones e ideas de cada uno, y que esa diversidad es, precisamente, la que enriquece nuestra especie. Esperar que todos piensen lo mismo o que las personas de una época entiendan el mundo de la misma manera que las de un contexto o período diferente, lo mismo que anhelar que los artistas trabajen igual o criticarlos porque no son iguales a los del pasado, solo empobrece a quien no está dispuesto a aceptar otras posibilidades. Aunque, por supuesto, nadie puede desconocer la existencia de unos principios irrenunciables que son, en definitiva, decisiones personales.
Y, finalmente, en tercer lugar, de la misma manera que toda persona tiene su propia vida y debemos entrar en ella para que haya verdadera comunicación, cada obra de arte implica su propia historia que deberíamos intentar conocer y comprender: su contexto social y cultural, sus ideas y propósitos, sus preocupaciones estéticas, las lecturas que están tras ella y las que quiere sugerir y así indefinidamente.
Quizá se cree a veces que el arte debería llegar a todos de manera espontánea e inmediata. Pero nunca ha sido así. Por eso mismo nos enriquece, como cuando ponemos en suspenso nuestra soledad esencial y nos damos la posibilidad de vivir en un mundo compartido.
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