El rol del Estado, como la única institucionalidad con capacidad para atender una crisis de esta magnitud, ha quedado evidente. Todos esperan de la institucionalidad pública orientaciones, determinaciones y ayudas. Es sorprendente que, hasta las grandes empresas a la hora de enfrentar los efectos económicos del confinamiento no encuentren más remedio que clamar ante el Estado por ayuda. ¿Qué decir, entonces de quienes son pobres y viven de su trabajo? Este aparato institucional tantas veces denostado y debilitado por intereses particulares, aparece hoy como clave para el bien colectivo.
Hay cuatro fuerzas que, cada una por su lado y con métodos distintos, se esfuerzan en distorsionar la institucionalidad pública. Ante todo, los corruptos que, de manera inaudita, cometen la vileza de quedarse con los dineros públicos, aún en medio de la crisis. También, los grupos armados ilegales, de todos los colores, que muchas veces impiden la llegada de ayudas a quienes las necesitan, pues su prioridad es conservar sus poderes y negocios territoriales. Igualmente, quienes desde una visión neoliberal pregonan la necesidad de achicar el Estado y llegan a considerarlo un “mal necesario”. Y, en cuarto lugar, quienes creen que el Estado debe ocupar y controlar todos los espacios económicos y culturales, eliminando la iniciativa privada, y las libertades básicas como la opinión, la oposición y la organización.
Todos ellos terminan debilitando las instituciones públicas, concebidas para servir el bien general, para obtener beneficios de corto término, con la anomia, desregulación, ineficacia y pérdida de autoridad que generan, aunque pasan por alto que la situación que han creado terminará también por arrollarlos.
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De la calidad, la honestidad y la eficacia de una institucionalidad pública depende que se avance hacia el bien colectivo. En la gestión de esta crisis, hemos visto que la dirigencia política de la sociedad, responsable de la gestión del Estado y de las principales decisiones públicas, es motor de salidas plausibles que permiten la salvación de vidas o de desastres sociales. Lamentablemente, hemos sido testigos de verdaderos disparates cometidos que han costado cientos de vidas, pues la insensatez no tiene color político ni ideología. Es claro que la política, la buena política, es clave para la supervivencia de las sociedades y la humanidad.
La buena política requiere, entre muchas características, dos muy importantes. Por un lado, de un nuevo tipo de liderazgo público que ha de caracterizarse por el servicio, la empatía, la honestidad, la capacidad de rendir cuentas, el cuidado de los más frágiles, la apertura a la crítica y a la participación ciudadana. Este tipo de liderazgo es el que se espera de la capa dirigente de la sociedad, integrada por políticos, empresarios, académicos, religiosos, profesionales y agentes de la cultura. Se trata de aquel liderazgo fresco, sensible, dialogante y visionario, visible hoy en algunas mujeres, jefas de Estado.
Por otro lado, el Estado y sus instituciones no se pueden concebir como botín de un sector político, de un sector socioeconómico o de un partido. Las instituciones públicas son un patrimonio de todos, de quienes gobiernan y de quienes hacen una legítima oposición, pero sobre todo pertenecen a la ciudadanía. En tales instituciones, el propósito debe ser únicamente la construcción del bien general por encima del interés privado, personal, grupal o político.
Más allá de la calidad de los Estados nacionales y sus instituciones, la pandemia nos ha demostrado la necesidad de una estructura de gobierno global. Dado el creciente nivel de interrelación entre los seres humanos de todas las naciones y de éstas entre sí, se percibe la importancia de estructurar un gobierno a nivel internacional, en coordinación y diálogo con las autonomías nacionales. La Organización de Naciones Unidas y otros organismos reguladores de tipo internacional constituyen un primer esfuerzo en este sentido, pero la gravedad de los problemas que enfrentamos como humanidad señalan la necesidad de una estructura más fuerte y sólida que pueda actuar con mayor autoridad ante particularismos nacionales.
“No veo otra alternativa que la cooperación global. Sería bueno tener otro tipo de gobernanza mundial diferente de la actual. Pero todo empieza por una economía global más cooperativa, en lugar de la vigente basada en una excesiva competitividad y el afán de muchos países por forrarse a costa de otros. La economía mundial solo debería complementar a unas economías locales y regionales más fortalecidas y más resilientes que las actuales”. (Felber Christian, obra citada).
La consciencia de ser una sola humanidad, habitando un mismo planeta en el que velozmente están desapareciendo las fronteras de todo tipo, es creciente, aunque reconozcamos la diversidad cultural que existe. También a nivel planetario es válida la expresión africana “Ubuntu” que significa: “yo soy, porque tú eres”; es decir, cada pueblo y nación es lo que es, gracias a su relación con otros que son diferentes.
Tal percepción reclama la generación de confianza, colaboración y cooperación a nivel global, rompiendo nacionalismos aislacionistas o abusivos que fraccionan la humanidad. La desunión mundial es un grave peligro, pues para enfrentar las amenazas colectivas necesitamos planes de acción global [8]. Un gobierno global, dentro de marcos democráticos, podría impulsarlos.
Por: Centro de Fe y Culturas