/ Carlos Arturo Fernández U.
Quizá estamos habituados a mirar las obras de arte como objetos tradicionales que sobreviven del pasado gracias a los museos que hacen ingentes esfuerzos por conservarlas como testimonio del desarrollo de la cultura humana. Y, sin duda, en esa mirada hay aspectos que merecen toda nuestra atención.
Sin embargo, esa visión de las grandes obras maestras como una tradición que se conserva y protege no puede hacernos perder de vista que la producción artística casi siempre ha estado vinculada con formas avanzadas de la tecnología en cada momento de la historia, aunque los artistas no hayan sido siempre conscientes de ello. Fue el caso, por ejemplo, de la cerámica y los tejidos en el remoto Neolítico o de la imprenta en el Renacimiento. Pero también es claro que en la edad moderna y hasta comienzos del siglo 20, los artistas se dedicaron a trabajar acerca de problemas más directamente artísticos y formales, pensando muchas veces que eran los adalides del espíritu en contra del pragmatismo de las máquinas; por desgracia, en esos procesos se perdió muchas veces el contacto con la realidad y con la vida cotidiana.
En definitiva, lo que buscan casi siempre los artistas de hoy es, precisamente, recuperar ese vínculo extraviado. Y para encontrarlo o construirlo recurren muchas veces a la ocupación física del espacio concreto y al uso de tecnologías que forman parte de nuestra actual cultura visual. Al contrario de lo que a veces se piensa, esto no debería ser visto como una rareza sino como el uso de unos lenguajes cada vez más corrientes.
“Colchón” es una obra de Ana Claudia Múnera (Medellín, 1966), realizada en 1995. Se trata de una video-escultura, de 70 por 50 por 50 centímetros, en la cual un monitor de televisión está encajado en una estructura que, aunque ha sido creada de manera expresa para esta obra, parece ser una colchoneta plegada repetidamente. Inducen a pensarlo así la tela utilizada, el tipo de las costuras y la sensación de que está rellena de los mismos materiales de discutible calidad que muchas veces se usan en la fabricación de los colchones normales.
Si bien muchos artistas se dedican hoy a la transformación del espacio en el cual instalan su trabajo (de donde surge el concepto de “instalación”), en este caso parecería privilegiarse el volumen del objeto, como una especie de paralelepípedo que recuerda las formas del arte minimalista pero que, al contrario de este, no se queda en las formas sino que se vuelca sobre una poderosa carga de significados.
Porque esa imagen del colchón-escultura viene a reforzar lo que aparece en el video que se reproduce cíclicamente en la pantalla; es decir, no se trata de un adorno sino de un elemento integrante de la obra, como si fuera una especie de vestido que refuerza la imagen digital. El colchón así plegado se asocia fácilmente con la idea de un trasteo o, mejor, con el desplazamiento, que es el problema que se plantea en el video. Y el desplazamiento está siempre cargado de drama, de dolor, de desarraigo, de inquietud e inseguridad.
En definitiva, estamos ante una obra de arte que, gracias a la asociación entre medios digitales y manualidad, abre una reflexión acerca de las dimensiones antropológicas y políticas de una situación que adquiere características de fenómeno global pero cuyo impacto corre el riesgo de pasar inadvertido, sumergido en el bombardeo sistemático de la información contemporánea.
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