Desde niño descubrí que cocinar era uno de los mayores placeres del ser humano. Con menos de ocho años empecé a intervenir platos clásicos de la familia, como la cazuela chilena y los champiñones a la griega, con cambios que aprobó mí mamá. Nada me gustaba más que meterme a la cocina a ver como Carmelina hacía el pan, las sopas infaltables, o cocinar el pollo para desmenuzar, aunque lo que más me gustaba era aprovechar cada distracción para robarle pedacitos. De ahí que tantas veces me persiguiera con la escoba para sacarme de sus dominios.
Tuve la fortuna de nacer y crecer en una casa donde cada día mi mamá daba instrucciones de lo que deberían ser el almuerzo y la comida, por eso en un mes era raro que se repitiera algún plato. Comer, además de una sorpresa, era un gusto inmenso, lo que explica la tristeza que me da la extinción de tantos platos de la cocina casera antioqueña.
Teníamos prohibido hablar de plata, política o religión y si alguno trataba de hablar de esto, mi mamá, estricta y dulce, nos repetía: “Hablemos de flores y de frutas”, una orden para cambiar de tema. Imposible sentarse a la mesa sin bañarse y sagradamente se servían el desayuno a las 7, el almuerzo a las 12 y la comida a las 7, con todos en la mesa. Sopa, seco y sobremesa no podían faltar, y nos teníamos que comer todo lo que nos servíamos. Recuerdo que una vez, por ociosidad, unté varias galletas con mermelada. Como no fui capaz de comérmelas, las enterré en una matera y cuando mi mamá se dio cuenta me las tuve que comer con todo y tierra.
No teníamos iPad, ni iPhone, ni internet, ni Nintendo y solo dos canales de televisión en blanco y negro, pero éramos felices pues se compartía en familia, aunque no entiendo cómo pudimos sobrevivir sin Facebook. Muy joven, ahí está la Virgen, me di cuenta de que cocinar era una herramienta valiosa para la conquista de féminas, tanto que no me aguanté y escribí un libro sobre el tema, un arte tan sutil y exquisito como la pesca con mosca.
A los dos años me enamoré de la pesca cuando saque mi primera trucha en el río Chico, en Belmira, hoy muy acabado como casi todos nuestros ríos. A menos de un mes de cumplir los 50, siento que he cambiado poco, a pesar de que cada vez, no entiendo por qué, hacen la ropa más chiquita y me toca comprar tallas más grandes.
Con los años he descubierto que tener un restaurante y pescar se parecen muchísimo. El pescador busca enamorar a un pez de su carnada como el cocinero a los comensales de su comida. Hay días de pesca buenos, regulares, malos y, muy ocasionalmente, espectaculares, pero se alcanza la dicha el día en que se disfruta la pesca sin importar sus resultados. Es que lo bueno es pescar, sacar es un premio a la pasión; lo mismo pasa en el restaurante: hay días en que pican los clientes y otros en que no y a veces se quiere uno morir de la angustia, pero muy pronto se da cuenta de que el sobregiro es parte de los gajes del oficio. La lluvia afecta la pesca por igual que al negocio culinario.
Lo mejor de la pesca y la cocina, sin ninguna duda, son los amigos que se consiguen en el proceso. Por eso añoro el colegaje, tan escaso en el medio gastronómico. Así como se aprende a gozar con los pescados de los amigos, se tiene que aprender a gozar con el éxito de los colegas. Lamentablemente eso solo se empieza a entender cuando aparecen las canas y a veces se hace tarde, ya que sufre uno mucho en medio del camino. Cada día cocinando o pescando le doy gracias a Dios por trabajar en lo que me gusta. Eso no es trabajar, es vivir. Escríbanme a [email protected]
[email protected]