Muchos preferimos las vacaciones en el campo. Los amaneceres, los atardeceres, los paseos a caballo, los de olla, bañarse en el río, montarse a los árboles, salir a observar aves…
Se acerca esa época del año en la que nos queremos desconectar de muchas de nuestras responsabilidades. Durante las vacaciones podemos relajarnos y dejar que la mente se recupere de tanto estrés al que está sometida durante el año. Sin embargo, hay una responsabilidad de la cual no podemos desconectarnos: la que tenemos con el planeta que nos sostiene y con todo aquello que hace posible la vida en él.
Para muchos, la mejor idea de vacaciones es entregarse por completo al cuidado de otros, por ejemplo, en resorts todo incluido o en spas de esos en los que lo cargan a uno de la cama al baño de chocolate y de ahí al jacuzzi con chorros relajantes (pasando primero por la ducha, esperemos). Todo esto, muy merecido después de un año de arduo trabajo. Sin embargo, el turismo de este tipo tiene un impacto bastante significativo en el ambiente: el altísimo consumo de agua y de energía, la producción excesiva de desechos y el sobrepaso de la capacidad de soporte de los frágiles ecosistemas en los que se encuentran muchos de estos gigantes hoteles, parques y centros de descanso.
Pero hoy les quiero hablar de otro turismo; de uno que, en teoría, tiene un impacto menor por el hecho de ser menos masivo: el turismo rural. Muchos lo preferimos porque nos sentimos más tranquilos, porque nos gustan el silencio, la privacidad y tal vez un contacto más directo con la naturaleza. Los amaneceres, los atardeceres, el cielo y el suelo estrellados (uno por las estrellas, el otro por las luciérnagas). Los paseos a caballo, los de olla, bañarse en el río, montarse a los árboles, salir a observar aves… De igual manera, muchas veces nos olvidamos del impacto que podemos causar en estos lugares maravillosos y menos explotados.
Si hubo espacio para el mercado, habrá espacio para los empaques
Ya hemos tal vez escuchado las recomendaciones más comunes: tener cuidado con las fogatas, no dejar basura en quebradas y bosques, no tomar plantas o animales de su hábitat natural y contribuir a la economía local. Ahora, algo que personalmente promuevo e intento practicar y no es tan común escuchar es traer de regreso a la ciudad todo lo que llevemos al campo y que no sea biodegradable: botellas, bolsas, latas, baterías, goma de mascar, vidrio, plástico, caucho, metal… La ciudad cuenta con sistemas de disposición de residuos y reciclaje de materiales que, aunque nos son perfectos, son mucho mejores que los del campo. Allí se tienen que enterrar o quemar, en el mejor de los casos, lo cual tiene impactos significativos sobre el ambiente, la fauna y la flora y los habitantes del lugar.
No es fácil, lo sé. Pero se puede intentar. Se pueden lavar los empaques y ponerlos a secar para traerlos de vuelta. Si había espacio para el mercado a la ida, hay espacio para los empaques vacíos al regreso (más aún si se compactan un poco). En la finca, se puede destinar un recipiente para ir echando todo lo que debe regresar y otro para lo que se puede quedar.
El campo siempre estará ahí para curar nuestras penas, rebajar nuestros niveles de estrés, enseñarnos lo maravillosa que es la naturaleza y recordarnos que no todo es cemento, tecnología y velocidad. Siempre y cuando cuidemos de él.
Ñapa: también se vienen las fiestas de fin de año. Ya sea que las celebremos en el campo o en la ciudad, la cantidad de papel que se desperdicia es un despropósito. ¿Qué tal envolver los regalos en papel reciclado de la oficina o páginas de revistas viejas? A mí, incluso, me gusta como se ven simplemente envueltos en periódicos viejos. El papel se puede pintar, se le pueden pegar pedazos de papel recortado. La mayoría de niños se divierte haciéndolo (y algunos adultos también). ¿Por qué no usar tantos volantes de apartamentos y de promociones que entregan en la calle? Y por supuesto, ¡las ediciones de Vivir en El Poblado que ya leímos!