/ José Gabriel Baena
Si no hay cielo, a dónde se iría el muy gentil caballero Alberto Aguirre sino a ese lugar donde estarán sus amigos jugando al póker, los que aparecen con él en una foto de finales del 47 o principios del 48, antes del asesinato de Gaitán. En la foto, todos de 22 o 24 años, sombrero, saco y corbata, aparecen Manuel Mejía Vallejo, Carlos Castro Saavedra y creo que el también joven poeta Óscar Hernández. Poco después, iniciada la Gran Violencia de conservadores contra liberales, Mejía Vallejo huyó a Venezuela y luego a Centroamérica siguiendo los pasos cantados de Barba Jacob, mientras Aguirre y Hernández permanecieron en Medellín, aquél con su abogacía y naciente librería, los otros escribiendo versos de amor y patria desangrada. Aguirre fue “casitodero”: abogado, fundador del primer cineclub y de la primera revista crítica de cine de Medellín -Cuadro-, tenismesista aficionado y profesional, fotógrafo sin flash en blanco y negro, corresponsal de la agencia France Press, reportero de fútbol y ciclismo, editor de “poetas culebreros” como León de Greiff o los Nadaístas o Fernando González o de ese desconocido García Márquez con su “coronel no tiene quién le escriba”, en una época cuando no se contrataban derechos de autor. Yo nunca fui cliente asiduo de “la Aguirre” porque con mis tíos y mi papá en las librerías “La Pluma de Oro” y “La América” tenía suficiente para leer sin descanso, pero sí conocí en profundidad al ácido columnista que fue durante los años gloriosos del diario El Mundo entre el 79 y el 89. Allí, desempeñando como muchos otros pichones de periodistas una gran variedad de oficios, me tocaba leer y corregir todos los artículos de opinión dos y tres veces hasta que se mandaban las páginas a impresión, y siempre era una delicia encontrarme cada semana con ese estilo suyo, demoledor, incisivo, pleno de “furia moral” como dice Darío Ruiz Gómez, donde desnudó y fustigó durante esos diez años a la politiquería colombiana, a los violentos y a los opulentos, como un cristo redivivo contra los mercaderes y asesinos de hombres y de almas, durante las presidencias nefastas de Turbay, Belisario, Virgilio… Aguirre tenía un “tic” abundante en sus columnas, que casi nadie entendía: tal o cual asunto lo calificaba de “írrito”, lo cual muchos entendían como “irrisorio” pero que en verdad significa inválido, nulo, sin fuerza ni obligación (una palabra del Derecho). Sus centenares de columnas justicieras quizás hoy parezcan “írritas” o “fuera de onda” ya que nos han pasado por encima tan horribles cosas (Aguirre tuvo que irse al exilio después del asesinato de Abad Gómez), pero es la historia la que lo pone de nuevo en los atriles o escenarios que tanto odiaba. Fotógrafo excelso de las humildades de nuestro pueblo antioqueño, El Mundo le publicó dos libros de sus imágenes, Tragaluz Editores otro y le acaban de hacer un documental donde lo comparan con nada menos que con Cartier-Bresson, entre otros, merecidamente. Y a su pesar, y por su estilo que destilaba azufre del Maligno, -le decían sus amigos “el Capitán Veneno”- Aguirre nunca será “írrito” ni mucho menos irrisorio ni risible, como ese millonario Caballero bogotano, que acaba de confesar en los 30 años de Semana: “Treinta años escribiendo la misma columna por la Paz, y nada…”. ¡Y pensar que faltan otros 30 años para que la Paz… nunca se firme!
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