/ Gustavo Arango
Este jueves se acaba aquí en el País del Sueño un programa llamado The Colbert Report. Nunca hubo ni habrá una serie como esa, y la tristeza es semejante a la que tuve hace veinte años, cuando se terminó Los años maravillosos. ¿Por qué hablar de un programa de la televisión gringa? Quizá porque en Colombia hay poco humor. Hay matoneo sonriente, hay chistes automáticos con todo lo notable, hay risas humilladoras, hay menciones maliciosas y poses irreverentes, pero humor, humor de sátira, humor inteligente y compasivo, humor que se ríe de sí mismo, esas cosas raras veces podemos encontrarlas.
Colbert –el personaje de Colbert que morirá este jueves– nació en otro programa llamado The Daily Show. Allí tenía ocasionales apariciones esa parodia del hombre blanco privilegiado, ególatra, con ideas retrógradas, fanático e insensible a los que no son cómo él. Tan divertido era ese idiota que muy pronto surgió la necesidad de darle un programa. Así empezó The Colbert Report. Algunos críticos le pronosticaron dos semanas de vida. Consideraban la idea descabellada (en inglés las palabras más hermosas son las que hablan del absurdo: preposterous, ludicrous, farfetched). Pero Colbert fue germinando. La gente empezó a apreciar a este hombre que se vestía con la piel y la actitud de lo más feo del alma gringa, para poner en evidencia su maldad y su ridículo. Nueve años y mil quinientos episodios más tarde, Colbert es el hombre más influyente de la televisión norteamericana y se dispone a sentarse en el trono que antes ocuparon David Letterman y Johnny Carson.
Colbert ha hecho cosas que parecen inimaginables. Hace ocho años, durante la cena de corresponsales en la Casa Blanca, trapeó el salón de eventos con George Bush. Por la vía de la humildad, le dijo en la cara todos los sinónimos de imbécil. Hace unos días, Colbert hizo ver a Barack Obama como un hombre sin gracia y muerto del susto frente a una cámara. Aquella vez hablaron del hombre más poderoso del mundo libre y Obama creía que hablaban de él.
Colbert se ha venido despidiendo de manera apoteósica. Ha invitado a hacer donaciones y rifará su escritorio y su chimenea entre los que colaboren. El jueves pasado entrevistó a un dragón que destruyó parte del set. Ese día hizo también uno de los chistes más divertidos de sus nueve años. El dueño de Fox –el ciudadano Kane de nuestro tiempo– se llama Rupert Murdock y su palabra, en muchos ámbitos, es palabra de Dios. Murdock dicta lo que la gente debe pensar y cómo se debe medicar. Lo que él dice sale por miles de bocas en sus canales y emisoras. Hay que tener los pantalones bien puestos para meterse con ese tipo. El jueves pasado Colbert habló de Murdock en relación con un tema más general y, cuando apareció la foto del viejo terco, de pelo teñido y con papada, el todopoderoso ante quien todo el mundo se doblega, Colbert hizo de paso una caricatura que es todo un clásico. Describió al personaje como el primer sobreviviente “de un trasplante de escroto a la cara”. Creo que me reiré por mucho tiempo de ese chiste: de lo casual del apunte, de lo brutal e inesperado de la imagen, de la disolución de jerarquías y del patetismo humano que quedó contenido en ese comentario.
Recordaré a Colbert con gran nostalgia. Dudo que su paso al principal programa de televisión norteamericana le permita tener las libertades que tuvo con su caricatura de la mezquindad humana. The Colbert Report es una de las obras de arte más completas y finas de estos tiempos tan torpes y deteriorados.
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