Cuando por fin encontré la tumba de Julio Cortázar me pareció que tenía un brillo inusual. Luego entendí por qué no había papelitos, ni flores ni las reliquias que la gente solía dejarle.
Admito que hay un tono de nostalgia en lo que he escrito y comparto la opinión de quienes dicen que es síntoma de vejez. Con tanta imposición por todos lados, para que seamos jóvenes del cuerpo y del espíritu, saberse y sentirse viejos es una de las pocas rebeldías que nos quedan. ¿Quién quiere rancharse para siempre en la ingenuidad y la inexperiencia?, ¿en el derroche de energía que termina al servicio de avivatos? Al refrán que dice: “Si el joven supiera y el viejo pudiera”, respondo que prefiero saber, y poder un poquito, que andar por ahí pudiendo sin saber muy bien qué hacer con tanto poder.
Pero la vejez no basta para explicar la nostalgia. También he tenido tiempo libre de apuros para mirar, en perspectiva, estas más de cinco décadas de vida: rara, de paisajes variados, de altos muy altos y de bajos muy bajos, de encuentros y desencuentros con personas de toda clase de calañas.
Cuando supe que tendría estos mesecitos para mí –pronto volverán los apuros– pensé que tenía que viajar. Viajar es una superchería como la de la eterna juventud: correr desesperados de un lado para otro, tomarse selfies, ponerlas en Facebook o en Instagram. Pero un libro me exigía que lo terminara y un nieto me decía que alistara el otro equipaje. Así que sosegué por un tiempo el frenesí viajero.
Al final solo hice un viaje breve, pero sustancioso, para visitar en Londres a un amigo al que la vejez le cayó de golpe, sin haber superado la adolescencia, y para recorrer sin prisa y con mi cámara las siempre hermosas calles de París. En Londres me recibió en el aeropuerto la bella Silvana de Faria –si buscan en la red sabrán quién es esa mujer maravillosa y el papel de los aeropuertos en su vida– y escarbé en los archivos de la Biblioteca Británica, donde encontré unos manuscritos de Chesterton que pronto divulgaré. En París volví a los lugares que visité en el verano del 95: el Museo D’Orsay con su venerado Origen del mundo (que en aquel tiempo acababa de salir a la luz), el Louvre, los Campos Elíseos, el infaltable Pont des Arts (si leyeron Rayuela entenderán). Y, al igual que aquella vez, el recorrido comenzó en el cementerio de Montparnasse.
Cuando por fin encontré la tumba de Julio Cortázar me pareció que tenía un brillo inusual. Luego entendí por qué no había papelitos, ni flores ni las reliquias que la gente solía dejarle. Justo al lado del nombre de Aurora Bernárdez (1920-2014) había una plaquita que agradecía a los “estimados admiradores de Julio Cortázar” por “respetar la claridad y la calma de esta tumba”.
Pensaba que era un poco cuadriculada la actitud de la última persona en llegar a esa tumba (la de César Vallejo estaba repleta de ofrendas), imaginaba que a algunos cronopios se les habría ido la mano en homenajes, cuando se me fue imponiendo una idea todavía más compleja: Julio Cortázar está enterrado con su primera y con su última esposa. Los tres están allí a puerta cerrada. Si Dios quiere, y nos da vida y salud, en dos semanas les contaré lo que he pensado sobre ese asunto tan delicado.