Mi esposo me sorprende haciendo una de las cosas que más me gusta hacer en la vida: “Muerticos”, le decimos en nuestro lenguaje secreto de pareja. Me grita: “¡Tené cuidado que hay corriente!”. Estamos en un charco y yo floto, solo miro para el cielo como si allá algo me esperara, me entrego a los sonidos del agua y, por segundos, todo parece perderse, el mundo se vuelve infinito y yo pequeña.
Puede que esté en Corrientes, en El Recodo o en alguno de los pozos helados de la cascada Los Cachos, esos lugares clavados entre las montañas de San Vicente, ricos en agua, agua fría, muy fría, en la que aprendí a flotar y a nadar como perrito. Bien podría estar en San Rafael, en ese hermoso delta que protege el Ashram Vanadurga (un lugar para practicar yoga y descansar), también en charco Redondo o en Los anillos, recogida por la inmensidad de los afluentes que engalanan a San Carlos.
No perdería de vista el deseo de estar en El Melcocho o en alguno de los tesoros acuáticos de El Carmen de Viboral… me imagino en el río Dormilón mirando desde una aparente calma que sabemos que traiciona hacia el río Samaná a la altura de San Luis.
Una de nuestras muchas riquezas, las del Oriente, son nuestros charcos. Explicar qué es un charco es en sí mismo un reto. Para el español general es agua turbia con sedimentos detenida en un hoyo, para los colombianos es casi un poema: “Remanso en un río”. Dicen los expertos que tener contacto con el agua pura de un río, con un charco, trae muchos beneficios para nuestro cuerpo y nuestra mente: puede relajar, ejercitar y producir dicha espiritual por el contacto con la naturaleza. El agua, digo yo, cuida el corazón, nos enseña a respirar y, sin duda alguna, nos sana. Eso sin contar la sorpresa, esa que nace desde las tripas, que nos genera llegar a la cascada buscada luego de una caminata extensa.
Muchas de las personas que crecimos en estas tierras conocimos primero los charcos que las piscinas. Mis recuerdos más preciados de infancia están en estos lugares que de alguna forma se han convertido en un lugar seguro en mi adultez. “Voy a meterme al charco hasta que todo se pase”, suelo decir.
¿Somos conscientes de la riqueza que tenemos?, ¿valoramos esas aguas calmadas y con corriente que de alguna forma son torrentes de nuestra identidad?, ¿será posible que el encuentro desprevenido en un río sane nuestras diferencias? Tengo muchas preguntas para el agua; y, sobre todo, tengo una invitación: llevemos a más personas a nuestros charcos, enamoremos a los amados en las cascadas y hagamos de ellas fieles testigos del encuentro con mundos donde todo pareciera terminarse por un momento.
A través del río, de toda esa agua que tenemos, de nuestros charcos, podemos encontrarnos para celebrar la vida, morir por un rato y despertarnos para seguir festejando estos paisajes afortunados que tenemos: el Oriente. A mí, a mí que me inviten a un charco.