/ Juan Pablo Tettay
No puedo empezar esta columna sin antes aclarar que amo el chocolate. Me encanta ese sabor dulce y amargo que recuerda en boca notas a tierra, a frutos secos, a frutos rojos; disfruto de su intensidad, de la fiesta que crea, de la felicidad que produce; me genera curiosidad conocer su mundo, saber de porcentajes, entender su química. Admiro a los chocolateros porque trabajan con un producto sublime, porque lo entienden, porque saben cómo tratarlo. Los admiro, además, porque más que cocineros son artesanos y artistas, ellos sí que entienden de respeto por el producto, deben tratarlo con amor y cariño: templarlo, enfriarlo, conservarlo, en resumidas cuentas, consentirlo. Creo que, como yo, muchos también aman el chocolate y, a pesar de ello, hoy quiero hacer una reflexión, no en su contra, pero sí invitando a ir más allá.
Hace poco estuve en Ciudad de México y tuve la oportunidad de visitar dos grandes restaurantes: Quintonil, del chef Jorge Vallejo, y Pujol, del chef Enrique Olvera. Ambos se encuentran dentro de los mejores restaurantes de la capital mexicana y, para algunos, de América Latina. Experiencias muy diferentes en los dos lugares, lugares totalmente opuestos que comparten la filosofía de regresar al origen usando técnicas e ingredientes prehispánicos que se han ido perdiendo en el tiempo. Así, llegan a la mesa escamoles (huevos de hormiga), chapulines, tortillas de maíz, cuitlacoche (hongo de maíz) y otras exóticas delicias.
El recorrido por el menú degustación de ambos es una fiesta para los sentidos. Pero fue al final que me llevé una gran sorpresa. México es el padre del cacao, aztecas, mayas y otras civilizaciones que allí vivieron usaban la pasta que extraían de su semilla para confeccionar una bebida que estaba consagrada a los dioses. Pero cuando llegaron los postres el chocolate no estaba en el menú. En cambio, aparecían ingredientes como el nopal, el mamey, el pinole (una bebida dulce de maíz), el aguacate, los churros y el mango, ingredientes tradicionales de México. Como ven, nada de chocolate.
¿A dónde voy entonces? A una reflexión en las cartas de postres. Está claro que el mercadeo recomienda que haya una buena cantidad de chocolate en el momento final de la carta. Pero también está claro que muchos cocineros se van por la vía fácil y lo ofrecen como única opción. Otras veces somos los mismos comensales que optamos por no arriesgarnos y decirle no a una opción que no contenga cacao. En Medellín abundan los volcanes de chocolate, los brownies y las galletas con chips de chocolate. Pero también hay opciones diferentes como el helado de aceitunas de Carmen, el merengón de helado de guanábana de Ocio, la leche de tigra con helado y crumble en Casa Molina, el halwa de zanahoria de Naan y otros más que se me escapan de la lista.
Quisiera que nuestros cocineros y reposteros dejaran de lado un rato el fácil chocolate para explorar los sabores de frutos exóticos como el arazá o la cocona, o de aquellos que son tan comunes que parecen quedar en el olvido, como el tomate de árbol o el zapote costeño. También de aquellos ingredientes que siempre hemos visto en el mundo salado y que podrían hacer un postre delicioso, como el aguacate o las hierbas aromáticas. Eso sí, siempre disfrutaré una buena dosis chocolatosa al final de un almuerzo o de una cena.
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