Es posible que a la hora de aparecer este artículo, la película Nymphomaniac, de Lars von Trier, haya salido de las pocas salas de cine que se atrevieron a proyectarla, pero me parece necesario decir algo sobre ella. El señor Von Trier tiene una larga trayectoria como director de los que llaman “de culto” –como si fueran pastores de alguna iglesia de garaje–, y gran parte de su filmografía obedeció a los preceptos del movimiento danés “Dogma” –otra palabra con sentido religioso– basados en la pobreza o ausencia de los materiales físicos: no luces, no música, no diálogos doblados, no decoración, cámaras al hombro, no historias difíciles de creer sino casi que del cinema-verité, edición salvaje, etcétera. En suma, una pretensión del cine del primer mundo para hacer películas como si fueran del tercero o cuarto. ¿Acercamiento luterano de ricos a pobres? Una treintena de películas europeas se hizo con estos predicamentos, hasta que el miembro más destacado, Von Trier, sucumbió a la tentación maldita de apartarse del camino recto. Insufribles fueron sus cintas de los últimos años como Dogville, Antichrist, Bailando en la oscuridad –de la que sólo se salva una canción de Bjork– pero sobre todo Melancholia, una visión findelmundesca, apocalíptica y llena de los efectos especiales que el grupo Dogma tanto odiaba.
Ahora con Nymphomaniac, el señor Von Trier se ha tomada la amarga cucharada de su propia medicina: la pobreza inicial de su cinematografía –palabra que uso en el sentido justo de “la escritura o el lenguaje de las imágenes en movimiento”–, lo ha devorado sin esperanza de regurgitarlo. Y qué disparatada historia: esa jovencita que desde los 13 años siente la necesidad de ser penetrada por miles y miles de penes –valga la redundancia–, hasta que al final del volumen 1 de la cinta y ya a los 50 años, descubre que nunca ha sentido nada y que ni siquiera tiene atisbos de la supuestamente filosófica frase soplada al oído por su amiga de que “el amor es el ingrediente secreto del sexo”. Y en el curso de todos sus días y de sus “búsquedas” ha sido brutalmente apaleada física y anímicamente casi hasta la muerte. En el llamado volumen 2 se supone que la protagonista, “Joe” –nombre de hombre– e interpretada por Charlotte Gainsbourg, acelera más su campeonato fórmula 1 de penetraciones –la cinta está por llegar, dicen–, con un afiche dizque provocador que muestra a todos los actores con el rostro en el clímax del orgasmo, incluyendo a mi hasta ahora bienamada Uma Thurman, a quien digo adiós.
La más profunda crítica de la película ha sido escrita, en un verdadero ensayo, por la profesora brasileña Elianne Brum; comparto en general sus conclusiones –buscadlas en El País de España– y de las cuales cito su final: “Pedimos a nuestro amante, al hombre que amamos: ‘Llena todos mis agujeros’. Pero sabemos que pedimos un imposible. O un posible sólo durante el momento en que nuestros cuerpos respiran uno en el otro, para después descubrirnos de nuevo incompletas. Y seguimos, cargando nuestro vacío, no como ausencia, sino como presencia. Como movimiento que nos mantiene vivas y deseantes”.