/ Gustavo Arango
Gustavo Arango es un pésimo escritor. Si escribir mal fuera un delito, estaría pudriéndose en la cárcel. Si se hiciera una encuesta para saber quién ha sido el peor escritor de finales del siglo veinte y comienzos del veintiuno, votaría por Arango. No imaginen que exagero, soy sesgado o trato de ser irónico. Tengo autoridad moral: soy la única persona que ha leído su veintena de libros publicados y otro par de docenas que aún no ha conseguido publicar. >
Improbables defensores dirán que los premios que le han dado deben significar algo. Nadie está libre de ganarse un premio y, a diferencia de Homero, los jurados de concurso sólo muy de vez en cuando están despiertos. Para probar mi punto me basta con citar a la segunda persona en el mundo que más ha leído a Gustavo Arango. Después de recorrer con admirable obstinación las páginas de La risa del muerto, misia Nubia –su madre– exclamó con un suspiro: “No me explico qué le vieron los jurados a esto tan enredado”.
El mundo no está exento de sensatos. Después de leer Un ramo de nomeolvides, el sucesor de García Márquez tildó a Arango de hipócrita y criticó la exigua longitud de sus párrafos. Lo de hipócrita no tiene discusión. Lo de la longitud de los párrafos parece no tener remedio; mientras más viejo se vuelve más cortos hace los párrafos. A esas justas objeciones habría que sumarle que, en más de treinta años cometiendo libros, Arango todavía no ha podido dominar cosas tan simples como el uso del punto y coma. Hace poco leí una reseña de El origen del mundo, la novela de Arango que los mexicanos se equivocaron premiando. Para el reseñista, Arango es un patético si quiere compararse con Borges o Woody Allen. El personaje de Máximo Delgado, ese quijote enloquecido por leer pornografía, es simplemente grotesco. Yo no podría estar más de acuerdo con ese reseñista.
Las editoriales comerciales han estado muy atentas a que Arango no se cuele entre sus filas. Salvo la novela de don Máximo, el resto de sus libros han salido publicados en editoriales independientes, universitarias o en su propia editorial, la cual –muy acertadamente– se llama El Pozo. Pero no se culpe a los editores que se han arriesgado a seguirle la corriente. En literatura pasan cosas raras y no sería de extrañar que alguna cosa se salvara entre los escombros de la aranguiana. Sólo una arriesgada apuesta por un futuro improbable justificaría el poco juicio de quienes han acogido su trabajo.
Ahora Arango nos joroba la paciencia con una recopilación de sus textos breves: La brújula del deseo (cuentos 1986-2014). La presentación del libro dice que las categorías no importan –que hablar de cuentos, relatos, narraciones o nouvelles, es irrelevante. Pero aquí entre nos les cuento que el vesánico de marras no podría explicar lo que es un cuento. La razón de esta columna es pedirles el favor de que no compren ese libro y, si llegan a comprarlo –pensando que ese verde mamoncillo sirve para decorar–, que no pierdan su tiempo valioso tratando de leerlo. Como bien lo dijo el editor colombiano que rechazó El origen del mundo: “Ahí no pasa nada”. Nada ocurre en las casi quinientas páginas de La brújula del deseo, salvo esperanzas frustradas, deseos insatisfechos, miserias y pesadillas. Sería un gran alivio que Arango callara y dejara de agobiarnos con su grafomanía.
Oneonta, Marzo de 2014.
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