/ Gustavo Arango
Con mucha reticencia, me dejé involucrar en el asunto. Dos años atrás, la colega colombiana de la universidad había llevado unos estudiantes a San Andrés y la experiencia seguía generando comentarios entusiastas. Insistió en que mis conocimientos sobre García Márquez permitirían hacer un viaje similar a Cartagena. Al final accedí, con la condición de que ella me ayudara con los asuntos prácticos. A mediados de enero empezamos el curso y discutimos El amor en los tiempos del cólera. Así nos fuimos adentrando en ese mundo que en pocos días se materializaría ante nosotros.
Llegamos a Cartagena, dos profesores y once estudiantes, el sábado 15 de febrero a las nueve de la mañana. Fugitivos del invierno, acogimos sonrientes el calor y la brisa. Cuatro tenían vínculos con el mundo hispano. Otros dos habían estado en San Andrés y tenían idea de lo que verían. Para el resto el lugar al que llegábamos era tan desconocido como Marte o la Luna.
Visitamos los lugares obligados: recorrimos la ciudad vieja y vimos los sitios y escenas que inspiraron la historia de Fermina y Florentino. También nos preparamos para Cien años de soledad. Fuimos a Aracataca y nos bañamos en el río de piedras como huevos prehistóricos. En la Quinta de San Pedro Alejandrino conocimos detalles de la muerte de Bolívar y de la masacre de las bananeras. En Barranquilla visitamos La Cueva y el Museo del Caribe. Fuimos juiciosos a la hora de estudiar, pero también nos divertimos. Exploramos la vida nocturna de Cartagena, hicimos paseos en coche, navegamos y buceamos en las islas del Rosario. Mientras los chicos se divertían, yo me divertía observándolos. Su alegría era mi alegría. Me llenaba de orgullo comprobar que sabían más de García Márquez que muchos colombianos. El viaje habría sido inolvidable, incluso si no hubiera ocurrido lo más memorable.
Ocurrió el lunes 17 de febrero. Gracias a la fundación Tierra Patria visitamos un hogar comunitario y los sectores populares: Olaya, El Pozón y el barrio Nelson Mandela. Así empezamos a entender que Cartagena y Colombia esconden sus miserias, que las desaparecen de los medios, y que representan a los pobres y desplazados como los malos de la película. Detrás de la belleza de la ciudad turística tuvimos noticias de los infiernos del narcotráfico y la prostitución infantil, de las secuelas de una larguísima guerra. Al día siguiente, superado el impacto, los estudiantes pudieron hablar. Fue en una de las salas de ese diario El Universal al que tanto le debo. Ahí estaban sentados, mis alumnos de ese País del Sueño que es común mirar como invasor, expresando el dolor, la rabia, la necesidad de hacer algo para que la pobreza desaparezca por completo. Aquella conversación duró casi una hora y, mientras guardaba un silencio conmovido, comprendí que no debía intervenir. Quizá el momento culminante fue cuando uno de ellos recordó la novela que habíamos leído y dijo que la miseria que vimos era el producto de la falta de amor. Entonces sentí que esos dos mundos remotos que me constituyen se unían en un abrazo y agradecí en secreto ese regalo de la vida. Esa clase en la que no modulé palabra ha sido una de las más hermosas de mi vida.
Oneonta, febrero de 2014.
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