Carreras de resistencia ante las dificultades que le presenta la vida, es lo que protagoniza esta pareja en una cancha de fútbol de Envigado.
Esa negrita que volaba por la pista de grama, compitiendo en tres mil metros planos, es Aideth Anaya Correa. Hoy no recuerda si tenía seis u ocho años, pero sí que llevaba un brazo inmovilizado por un golpe. Era la que corría con amiguitos, no con las niñas “porque siempre nos gana”, argumentaban. También ganó en esa ocasión, en medio de una algarabía tremenda. Ocurrió en Isla Fuerte, muy cerca de San Bernardo del Viento, Córdoba, y -con el tiempo- esa velocidad la llevaría con prisa a Medellín.
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En Antioquia triunfaría también en los Juegos Departamentales 2011 de La Ceja: una prueba de diez mil metros, “y yo ya llevaba tres medallas de oro e iba para la cuarta, pero me cerraron, me enredé con los zapatos y me caí”. Su entrenador, Hernán Atehortúa, la paró de un grito, pues permanecía aturdida con sus 1.54 metros de estatura tirados en la pista de carbonilla. La adrenalina le camufló el dolor de la pierna sangrante; “al pararme vi el pelón bien grande”, y aun así logró treparse al peldaño superior del podio, por encima de las muy preparadas corredoras locales, representando al Inder de Envigado en la categoría menores.
Aideth, esa morenita menuda, de ojos expresivos y carita llena, como de muñeca feliz, es deportista elite de la Liga Antioqueña de Atletismo; con diez años llegó a llorar soledades y extrañezas en la Villa Deportiva Antonio Roldán, en Medellín. Añoraba las playas de su pueblo, la brisa que la hacía volar, el hogar lejano y sobre todo a papá, a mamá, a sus diez hermanos. Hasta las comidas le eran extrañas, así que no sentía hambre, pero la voz de su empecinado espíritu le ordenaba: “si no comes, no rindes, y entonces a qué viniste”. Allí empezó a saber lo que era superar obstáculos, antes que los físicos que le atravesaron sus entrenadores, en las prácticas deportivas de todos los días en los 24 años de una vida “a toda carrera”.
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Dos años vivió en la Villa y luego “terceras personas”, como las identifica, le facilitaron manutención y estudio. En algún momento las ayudas se secaron y Aideth terminó trabajando en casas de familia. Dos años en una donde le mal pagaban y al final le robaron. Aunque dice que “ya doblé esa página”, es obstinado otro recuerdo: el del par de ancianas que, en El Poblado, no entendían sus rutinas deportivas y le pedían salir con pantalón legis hasta los tobillos.
Correr tras los Olímpicos
Luego llegó el providencial apoyo de entidades como Indeportes Antioquia y Ruta N, y más tarde de Inder Envigado, ciudad en la que se radicó en 2011. Asegura que “aquí encontré personas maravillosas que me han ayudado; los entrenadores me inspiran para darla toda, son como el papá de uno”, se refiere tanto a Hernán Atehortúa como a Libardo Hoyos.
Su gratitud alcanza a la empresa Decathlon, que le dio empleo y facilidades para mantener su carrera deportiva. Multiplica las horas del día para entrenar, trabajar, hacer Seguridad y Salud en el Trabajo en una universidad, y le sobra tiempo para Fabián Zarante, el futbolista que invadió su carril amoroso y se convirtió en soporte afectivo y emocional.
Anaya Correa participó en los XX Juegos Deportivos Nacionales de 2015, en Cali, donde ocupó el cuarto lugar, compitiendo en diez mil y cinco mil metros planos, y en tres mil metros con obstáculos, para hacerse a tres preseas. Además, representó a la Liga de Atletismo en San Juan de Puerto Rico, en dos pruebas de ruta de cinco km. Y en Medellín, en tres mil metros con obstáculos, una exigente prueba que culminó en el podio. Registro incompleto de sus logros, pues Aideth es una locomotora huérfana de frenos.
“Aspiro llegar a Olímpicos ya sea en maratón, sé que tengo que trabajar demasiado y ahí voy, es mi meta”. Un sueño acariciado bajo la inspiración de su familia para seguir corriendo tras él, con sus siempre firmes zancadas.
Cartago: carrera de obstáculos
A Juan Camilo González López lo apodan Cartago. Abandonó esa ciudad del Valle a los 16 años, cansado de subir carga a los buses escalera para ganarse unos pesos y un bocado, su oficio desde los diez años. Viajó con la certeza de que el atletismo le daría la familia que no tenía y los amigos que estaba perdiendo, porque caían como moscas en la drogadicción, morían con violencia, o buscaban la plata fácil. Y él quería plata, quizá cobre, pero sobre todo oro, pero sudados con la tenacidad de sus sueños y la fortaleza de sus pies alados. Una madre que lo abandonó y un padre presente pero ausente en el afecto y la orientación, quedaron desdibujados por el cariño de una tía que le abrió las puertas de su casa en el barrio La Mina, en Envigado.
La carrera de obstáculos que aquí inició pasa por necesidades básicas insatisfechas, por precarias galguerías de tienda para engañar las urgencias de su vientre, por noches de pesadilla compartidas con inquilinos epilépticos o drogadictos, porque la comodidad en casa de la tía solo se mantuvo hasta su grado de bachiller en 2012. Entonces ella le mostró la calle, con un “defiéndase como pueda”. Mandato que significó dormir muchas noches en las graderías o en una oficina de la cancha de fútbol de El Dorado, y luego en una casa desvencijada en el barrio San Rafael. Prestar el servicio militar fue tabla de salvación, porque aseguró comida y dormida dignas. Eso sí, en todo este recorrido no faltó un solo día, obsesionado, a las prácticas de atletismo. Asegura que ese escenario lo llenaba de paz interior para olvidar pesadumbres.
Al final del desempeño militar, luego de colgarse una colección de medallas y honores en nombre de la Cuarta Brigada, se instaló en un cubículo de dos metros por uno, en una vivienda del barrio Alcalá. En los seis años que allí sobrevivió pudo graduarse como entrenador deportivo, e iniciar una tecnología en masoterapia en el Politécnico Jaime Isaza Cadavid, mientras seguía su brega deportiva. Empezó a ver plata -dinero, no medallas- para solventar precariedades cuando prestó apoyo logístico en pruebas atléticas. La práctica de los masajes lo sacó poco a poco de su postración económica.
Entre otras competencias, participó en 2018 en Fort Lauderdale -E.E.U.U.- donde quedó primero, tanto en la media maratón como en la maratón. Ahora tiene 28 años y en su rostro menudo y de sonrisa fácil se adivinan las urgencias de muchos sueños por realizar.
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La luz de tus ojos
Juan Camilo habla con pasión de su papel como guía de la Selección Antioquia de Discapacidad Visual, que lo convirtió en los ojos de una dama invidente. Tan competente resultó la dupla que le alcanzó el aliento para participar en los Juegos Panamericanos de Toronto, Canadá, en 2015.
Antes, la pareja se había colgado varias medallas en competencias nacionales. El corazón no le cabía en el pecho a Cartago, representando a Colombia y literalmente pegado a la dama, como un solo deportista. Tenía el alma puesta en esa carrera, pero… “Faltaban 150 metros, íbamos de primeros; ella se llenó de nervios y se cayó. Me tocó llevarla cargada hasta la meta”. Frustración a la que siguió otra mayor: participaría en los Juegos Olímpicos en Río -relevos cuatro por cien metros en discapacidad visual- con opción de medalla, pero quince días antes la excluyeron.
Juan Camilo no ahorra gratitudes hacia personas y entidades de Envigado: “En mi vida no tuve una mamá al lado y a mi papá lo sentía lejano, pero aquí los encontré, fundamentales, como Hernán y Libardo, los entrenadores, y algunos ángeles de la guarda, amigos que quiero”.