/ Gustavo Arango
Hazel Motes es un hombre descontento (o quizá fuera mejor: enfurecido). Anda por los veintitantos, el cráneo que lleva dentro parece querer salirse y un lector con agudeza no tarda en comprender que su nombre le viene de esos ojos avellana (hazel) que miran con desprecio. En el tren que lo conduce hasta el pueblo que ha elegido su capricho, Hazel Motes se dedica a irritar al operario y a inspirar miradas diabólicas cada vez que le pregunta a algún viajero si de veras se ha creído el viejo cuento de que Cristo lo ha redimido.
El viaje en tren es largo y minucioso como la historia de las muertes que han venido sitiando al personaje: la de su abuelo, las de sus padres, también las de sus hermanos. Para abreviar, diré que Hazel Motes no tiene a nadie en el mundo. Por eso no es de extrañar que su primer encuentro en aquel pueblo sea con la dama complaciente cuyo nombre y dirección halló en la pared de un baño de la estación de trenes.
Pocos días después de llegar, Hazel tiene el impulso de comprarse un automóvil y el capital le alcanza para hacerse a una carcacha. Entonces, con un aire de superioridad, se dedica a observar a los curiosos personajes de ese pueblo perdido: un astuto culebrero, un hombre de alma simiesca al que su sangre le dicta cosas raras, un ciego y una niña que reparten volantes con el mensaje de Cristo.
En momentos cuyo orden he olvidado, Hazel Motes abandona a la mujer de afecto fácil, se muda a la pensión donde viven el ciego y la niña, decide que conquistará a la niña para hacerle daño al ciego y empieza a predicar en las calles la llegada de una iglesia libre de Cristo. Porque Cristo, para él, es el pecado.
Muchas cosas oscuras se encuentran a lo largo de ese viaje al abismo que es Wise Blood (Sangre Sabia), la primera novela de Flannery O’Connor (1925-1964): unos seres que dan risa y que dan lástima, una niña con más mundo y más malicia que ese hombre que quería conquistarla, unos gestos sin sentido y hasta un hombre reducido a un tercio de su tamaño con los métodos usados por tribus primitivas.
La relación entre Hazel y la niña hace que Lolita, de Nabokov, parezca una película de Disney. Lo que ocurre con un hombre que quiso hacer negocio con las prédicas de Hazel es simple y llanamente horripilante. El esfuerzo de la dueña de la pensión, para disfrazar como afecto su interés en el dinero de Hazel, es un retrato perfecto de la hipocresía humana. Al final tampoco es de extrañar que Hazel decida quemarse los ojos y guardar un silencio insondable; pues quien acepta los términos de este libro los acepta hasta sus consecuencias más extremas.
Flannery O’Connor vivió treinta y nueve años –diez de ellos reducida por un lupus eritematoso. Siempre fue amante de las aves de corral. A los cinco años se hizo famosa porque tenía un pollo que caminaba con igual elegancia hacia adelante y hacia atrás. Lamentó no haber tenido nunca una gallina que tuviera un ojo de un color y otro de otro. Pasó casi toda su vida en su natal Georgia y al final estaba rodeada de pavos reales. Escribió dos novelas y treinta y dos cuentos que perdurarán por siglos. Pocos libros han llegado a producirme el pavor que me produjo la lectura de Wise Blood. Muchos menos han logrado que me sienta tan cerca de la gracia.
Oneonta, diciembre de 2013.
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