“¿Por qué cuando vivía nadie le paraba bolas y ahora que está muerto todo el mundo quiere preguntar por él?” Tiene razón Amelia, la empleada de la casa; somos muchos los buitres. Doce años después de aquella charla, pienso que fue Amelia quien me disuadió de escribir un libro sobre Andrés Caicedo.
Meses atrás, en Connecticut, el seguro azar me había puesto en contacto con Rosario Caicedo. Andrés y Rosario eran cómplices; su relación era muy cercana. Rosario me presentó a su padre, don Carlos; disfruté largas charlas con ese sonriente octogenario marcado para siempre por el gesto de su hijo. En Cali hablé con otra hermana que ha decidido el destino de los manuscritos. Pude ver libros y cartas: comprobé que la aventura de Hollywood terminó sin empezar, porque el inglés de los guiones era ilegible. Pero sólo con Amelia sentí que me ofrecían un testimonio que no estaba gastado de tanto repetirlo.
La casa no es la misma donde vivía la familia cuando murió Andrés. Don Carlos ha puesto el documental sobre su vida. Me pregunto cuántas veces lo habrá visto. Una mujer de rasgos indígenas se asoma desde la cocina. Mira hacia la pantalla. Tiene los ojos tristes. Don Carlos sale a buscar algo y ella se acerca, lanza el reproche en forma de pregunta. Acepto la culpa y la invito a que hable. Tiene la edad que tendría Andrés. “Yo era de septiembre y él era de marzo”.
“Cuando había revoluciones en la universidad, se iba a filmar. Un día dejó la filmadora y me mandó por ella. Yo tenía que ir. Yo tenía que hacer todo lo que él me dijera”.
“Clarisol era el diablo. El abuelo la odiaba”. El abuelo es don Carlos. “Andrés era el hombre más desprendido. Varias veces llegó a la casa sin camisa, sin chaqueta. Decía: ‘Un tipo me atracó, pero le pedí que me dejara los libros’. Cuando conoció al hijo de su hermana se puso a llorar. Pensaba en su hermano, Francisco José, que era hidrocefálico y murió a los tres años. Andrés salía con el papá a pasearlo y los niños se burlaban. Sufrió mucho cuando su hermano murió. No decía mucho. Le dio un temblor”.
¿Cómo era? “Qué le dijera…”, los ojos de Amelia brillan enrojecidos. “Tenía ojos azules. Era alto, flaco, desgarbado, tartamudo, de gafas. Cuando llegaba tarde en la noche, me tocaba la puerta para que le hiciera comida. Me decía: ‘No se deje preñar’. Todo lo decía de frente. Tenía un cuarto en la parte de abajo de la casa, con una entrada aparte. La ropa se conserva. La señora no dejó tocar el cuarto”.
“Yo lo oía teclear a toda hora y le preguntaba: ‘¿Usted qué es tanto lo que escribe?’ ‘Pues, lo que pienso…’, decía. A veces me volaba a ver las películas que presentaba en el cineclub. De sus libros sólo leí Angelitos empantanados”.
¿Si pudiera hablar con él qué le diría? “¿Qué le diría? Que la vida es hermosa, bonita. Él decía que se iba a desaparecer a los veinticinco. Yo no imaginaba que hablaba de suicidio. Cuando supe que estaba muerto no quise decírselo a la señora. Si él estuviera vivo, la señora estaría viva. Él era la adoración de ella. No volvió a ser la misma. Odiaba a Patricia Restrepo. No entiendo cómo no lo llevó a la Clínica de Occidente. La primera vez que se suicidó lo salvaron”.
¿Hubiera querido ser su novia? Amelia mira hacia el piso, se ruboriza, aprieta los labios.
Nunca le contó a la familia que una noche, cuando Andrés ya estaba muerto, se levantó dormida y le preparó la comida.
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