Hace poco estaba con unos parceros hablando de literatura: una de esas chácharas en las que nadie tiene la razón y lo único que importa es el gozo pagano de la ficción. De pronto, un escritor (un polígrafo: escribe de todo y sobre todo) alzó la voz y exclamó no sin desdén: “Los jóvenes de hoy no leen nada”. Me quedé súpito, torombolino, sansirolé, como el protagonista de una de mis novelas. “Errar es humano, perdonar es lo divino”, dije, al rato, con ganas de buscar pleito y, en seguida, hice una lista incompleta y aleatoria de las lecturas juveniles contemporáneas. Las 7 novelas de Harry Potter. Los 3 tomos de El señor de los anillos. Los 4 libros de Crepúsculo, de Stephenie Meyer. La trilogía Millennium, de Stieg Larsson. “¿No leen nada?”, le pregunté al polígrafo. Me miró por encima del hombro. “Ah, ¿eso?”, dijo con desprecio. “Bueno, ¿y tú que leías cuando tenías 15 años?” Se infló como un pavo real, el pobre. “Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas. Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne. Robinson Crusoe, por Daniel Defoe. La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson”. “Ah, ¿eso?”, le contesté con acidez, pues cada generación tiene sus clásicos.
Es increíble. Algunos promueven (¡imponen!) la lectura sin antes refinar el paladar literario de la gente. A un niño se le puede dar caviar o llevarlo a comer sushi: trasbocará sin remedio. Obligar a una quinceañera a leer La Ilíada o Don Quijote de la Mancha es el camino expedito para que le coja fobia a la lectura. “Lo que empieza mal, termina mal”, contrargumentan los pesimistas, no sin cierta moralina catolizante. “Si comienzas leyendo ligerezas, acabarás leyendo pendejadas”. No sé. Quién quita. A lo peor. Yo, por mi parte, conozco un magíster en Hermenéutica Literaria que empezó leyendo la saga de El señor de los anillos, cuando Tolkien ni sonaba ni tronaba en Colombia, y terminó haciendo su tesis de grado sobre Sándor Márai. Conozco nenas que arrancaron leyendo Crepúsculo y hoy devoran a William Faulkner o a Fiódor Dostoievski. Y nenes que se iniciaron con Las aventuras de Tintín y ahora viven fascinados con Georges Perec y su laberíntica obra La vida: instrucciones de uso. En lecturas, la única norma es que no hay normas. Uno lee lo que da la gana. Y punto.
* Día tras día: ¿Cuál es la efemérides literaria de esta semana? El 20 de noviembre de 1910, a los 82 años de edad, muere en la estación ferroviaria de Astápovo, en Rusia, el conde León Tolstói, profeta y semidiós de la literatura universal. ¿Cuál es su mejor novela? Difícil. ¿Difícil es más rico? Anna Karénina, 1875 – 1877, es un compendio casi perfecto sobre las mieles y las hieles del adulterio, una novela para enamorados y también para escépticos. Guerra y paz, 1865 – 1869, es una novela total, insustituible, eterna, a la que uno vuelve y vuelve siempre con regocijo, sin desesperanza ni tedio. ¿Pero cómo olvidar otras dos alhajas, La Muerte de Iván Ilich, 1886, y La sonata a Kreutzer, 1889? Oh, Tolstói, ¡creador de creadores!
** Body copy: “–Lo que pasa –prosiguió Nocio– es que son unos católicos. Son unos católicos viejos, fanáticos, siniestros. Y no lo saben. Lástima que la Iglesia Católica tenga tanta prisa por adecuarse a los nuevos tiempos: si se endureciese, si volviese a ser intransigente y feroz como en la época de Felipe II, de la Inquisición, de la Contrarreforma, ésos, entrarían en tropel. Prohibir, perseguir, castigar: eso es lo que quieren”. Leonardo Sciascia. El contexto. 1971.