Konrad Adenauer fue el primer canciller de la República Federal Alemana entre 1949 y 1963. En este tiempo (llamado la “Era Adenauer”) no solo lideró la tarea de levantar a Alemania de las ruinas físicas y morales en las que se encontraba, sino que además aportó a los cimientos de la Unión Europea. Aunque no está libre de críticas (muchas quizá merecidas), puede decirse que Adenauer era una persona respetable.
Pero no lo traigo a colación para juzgarlo, sino por una frase suya que me impactó. Frente a las críticas por la presencia de nazis en su gobierno (ejemplo: Hans Globke, involucrado en las Leyes de Núremberg), dijo: “Uno no bota el agua sucia mientras no tenga agua limpia”. Como quien dice: no es posible hacer funcionar un gobierno sin personas que conozcan su operación, y para eso puede llegar a ser necesario tolerar aspectos de la condición humana mientras haya esperanza de modificarla.
Cuando pienso en la corrupción que nos asedia (algo que, por vivir donde vivo y por ser el mundo como es, ocurre con una frecuencia dolorosa), la frase de Adenauer suele aparecer en mi cabeza. Me indigna la corrupción rampante: me ofendo cuando veo el hambre, la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades, pues sé que están ahí –por lo menos en esa intensidad– porque los recursos orientados al beneficio colectivo terminan destinados a favorecer a unos pocos. Me irrita y me entristece también el desentendimiento de la ética política representado en muchos gobernantes cuando ponen su agenda personal por encima del bien común; eso también es corrupción.
Sufro con todo esto y creo que la frase de Adenauer se me aparece en esos momentos de frustración como un intento automático de calmar el sufrimiento: llega para recordarme que no es sano vivir con amargura perpetua, y que es necesario aceptar que las transiciones requieren tiempo y, por ende, pasarán muchos años antes de que las condiciones estén dadas para un gobierno “libre de corrupción”.
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Eso, sin embargo, no es excusa para ceder ante ella (¡y mucho menos para practicarla!). No creo que se deba llegar al punto de la resignación. No debe tolerarse que lo individual se trague despreocupadamente a lo colectivo. Una cosa es reconocer que librarse completamente de la ambición humana es una utopía y que no tiene sentido llevar una vida amarga por no poder alcanzar una sociedad perfectamente justa (si es que un consenso sobre lo que es perfectamente justo fuera posible, como dice Amartya Sen). Otra cosa, muy distinta, es ser corrupto o permitir la corrupción (más aún la notoria, las “injusticias claramente remediables”, volviendo a Sen) y renunciar al deseo y al ineludible deber de contribuir a que la sociedad se acerque a ese sueño, a esa utopía. No debería aceptarse otro camino que el de optar siempre primero por el agua limpia, esforzándose por buscarla. Y en caso de que “toque” trabajar con el agua sucia, hay que hacerlo con la convicción absoluta de que la única aspiración admisible es querer limpiarla (por difícil que sea reorientar valores); con la dedicación constante a evitar que lo sucio no contamine lo limpio; con las preguntas sobre el origen de la contaminación (¿qué pasa en la fuente?) y sobre cómo prevenirla siempre presentes.
Me preocupa lo difícil que resulta encontrar referentes éticos en nuestro entorno político; el sentido de la integridad está sumergido por aguas turbias. Para rescatarlo y mantenerlo se necesita una ciudadanía activa y para lograrla no hay otra opción que educar. Martha Nussbaum, citando a Horace Mann, nos dice que ninguna democracia puede perdurar si la ciudadanía no recibe una buena educación y adopta una postura activa. ¿Y cuál es la “buena” educación? La que conduce al despertar de las mentes, la que nos ayuda a encontrarnos como individuos y a ubicarnos en la sociedad y el territorio, en el entorno (cultural y ecológico) al que pertenecemos. Pero ya se me acabó el espacio, y será en una próxima columna que profundice en esto.
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