/ Gustavo Arango
Maquiavelo no era un hombre maquiavélico. Si los muertos se quedan dando vueltas para ver qué hacen los vivos, el fantasma de don Niccolo lleva siglos sufriendo por el pésimo uso que le han dado a su nombre. El agudo funcionario florentino se ha vuelto, con el tiempo, sinónimo de perverso, de intrigante, de persona sin escrúpulos. Eso pasa cuando leemos “de oídas”. Maquiavelo no era todo eso tan malo que quieren atribuirle. Era un tipo bastante aterrizado que además tenía razón.
Dos situaciones separan a El Príncipe, la obra más conocida de Maquiavelo, de los lectores contemporáneos. La primera es el rechazo inmediato que despierta en mucha gente el rótulo de clásico. Para los que consideran a Maquiavelo maquiavélico, un clásico es un libro que jamás hay que leer, pero de cuyo contenido conviene estar un poco enterados. Lo otro que nos separa es nuestra incapacidad para traducir, a nuestra propia experiencia, los consejos que ese libro les daba a los monarcas.
Maquiavelo previó las dificultades que su texto encontraría. Al comienzo del capítulo XV, donde el autor expresa de manera más clara su posición, aparece una advertencia: “Temo que a mi escrito lo consideren presuntuoso, por lo lejos que se encuentra de lo que dicen otros. Pero como mi intención es escribir para aquellos que tienen entendimiento, me parece más apropiado hablar de cosas reales que de asuntos de la imaginación”. Buena parte del rechazo o la censura que despiertan los consejos de este libro vienen de una concepción idealizada del ser humano. Vemos el mundo como debería ser, o como nos gustaría que fuera, y ahí es donde empezamos a equivocarnos. Porque mientras soñamos con pajaritos y flores hay muchas fieras ocultas tratando de devorarnos.
El Príncipe no es un manual para ejercer la maldad, sino una guía de supervivencia. Es una voz de alerta que ayuda a entender el mundo en que vivimos. En este mundo “real”, aquellos que quieren actuar correctamente todo el tiempo tardarán poco en verse acorralados por los muchos que no tienen interés en la bondad. La forma como la gente se comporta está a distancias remotas de lo ideal. Hay traiciones, hay mentiras, hay fisuras de carácter; en el encuentro más simple hay conflictos de poder. Aquel que se niega a admitir todo eso camina con ojos vendados hacia su propia ruina.
La gran verdad de este libro es que la bondad puede ser un lastre y que es preciso aprender a renunciar a ella cuando nuestra supervivencia está en peligro. De lo contrario, nos hacemos cómplices de quienes quieren destruirnos.
Ahí es donde se pone en evidencia la importancia de saber traducir lo que nos dice El Príncipe. El mundo está lleno de seres doblegados y engañados, que no escuchan todavía los viejos y siempre vigentes consejos de Maquiavelo. Hemos olvidado que cada uno es soberano, que a cada uno nos ha sido confiado un reino –una vida– con extensos y variados territorios, con historias y con himnos, con aromas y con glorias y peligros. Somos reinos invadidos por tiranos que no olvidan ver el mundo como es, mientras nos adormecen con miles de boberías.
Oneonta, septiembre de 2013.
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