Hay leyes implícitas que nos permiten asesinar a quienes más amamos para ahorrarnos la incomodidad de aceptar que ya no nos quieren con ellos o el terror de aceptar que no son lo que esperábamos.
Hay personas que no volveremos a ver nunca más, no porque hayan muerto sino porque las matamos vivas, un acto figurativo de desesperación. Porque decidimos que cumplieron su tiempo en nuestros recuerdos, porque no soportamos rememorarles con cada mínimo indicio de su vida en los lugares que visitamos, las cosas que vemos, hacemos, olemos.
Somos asesinos sociales. Hay leyes implícitas que nos permiten asesinar a quienes más amamos para ahorrarnos la incomodidad de aceptar que ya no nos quieren con ellos o el terror de aceptar que no son lo que esperábamos. El claro síntoma del enamoramiento: esperar lo imaginado y nunca lo real. Y nos quedamos con el molde en las manos. Entramos acabando con el otro y con nosotros al mismo tiempo.
Tomamos la decisión de deshacernos de su existencia como un lastre que puede por fin liberarse. Un crimen pasional, un delito culposo, pero sin culpa; eximidos de la pena, pero no de la gloria de no volverlos a ver nunca más, aunque sea en nuestra mente. Celebramos poder asesinarlos, hacerlos pedazos, desaparecerlos por completo.
Una liberación mutua. Mientras los hacemos, cada día con una excusa diferente, con un nuevo argumento que sustenta el crimen, el otro también toma la decisión de no luchar más contra su fin inminente y decide acabar con nosotros. Una pelea descarnada por querer ganar en el ring de quién mata primero a quién. Solo que en el acto primitivo de hacer cenizas al otro nos volvemos cenizas con ellos y al final, al terminar el show matutino, terminamos buscando nuestros pedazos para recomponernos y aparentar con orgullo que estamos vivos por el resto del día. Aparentando que somos los que salimos bien librados.
Andamos despedazados, muertos vivientes, asegurándonos de que nadie lo note. Una y otra vez. Discusiones mentales, argumentos y recuerdos iracundos para ganarle la batalla al dolor de la pérdida en vida, de saber que el muerto sigue recibiendo la misma luz de las mañanas, como el resto del mundo. Que tal vez algunos días son mejores para ellos y que aunque estén tristes no se compara con el dolor que cargamos por haberlos acabado. El sol sigue calentando su piel. ¡Qué pérdida de energía!
Y luego los vemos en la calle y los disolvemos en bultos sin rostro ni emoción. Somos una sociedad de perturbados que camina en el limbo sin saber si lo que ve son muertos o si ya te han matado. Sin saber que ahora no existen, que ahora no existimos porque alguien también se deshizo de nosotros.
Caminamos como si nada pasara, cargando con nuestros muertos adentro. Pero si le hacemos frente al duelo y soportamos la pena de la pérdida, el dolor del abandono, quizá al final quien gane la batalla y salga bien librada sea la soledad.