La cocina, por donde se le vea, se encuentra atiborrada de cosas que dicen lo que somos: entre la aparente hojarasca que allí vemos, es posible tantear la personalidad de quien cocina y parte de la identidad del grupo social que transforma los alimentos.
Cada época deja también allí su huella, los avatares con que batallaron sus asiduos visitantes o la frugalidad con la que lidiaron: la alta cocina, ¡quién lo creyera!, le debe mucho a las hambrunas y a las epidemias, podría casi que afirmarse que la alta cocina no es más que el refinamiento de la escasez; así, estamos aprendiendo a aprovechar lo inimaginado.
Cocina de la recuperación le llamamos, y esto no es más que migas de arepa, calentaos, migueluchos y parece que el mondongo… pero el mondongo es cuento aparte, harina de otro costal, su historia es de otro mundo.
En todo caso la moraleja es evidente: los malos momentos nos han legado grandes preparaciones, así que nada de quejarnos y llorar sobre la leche derramada, la idea es volver a las cosas simples.
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Me pregunto cómo marcará esta época el lugar de la cocina, qué dirá ella de nosotros. Creo que tiempo hemos tenido para pensar en las cosas simples: el agua de panela en sus primeros hervores o el olor de la arepa que se filtra por los poros de la cocina.
De momento, nuestra acelerada existencia se vio frenada y lo importante salió a flote: que no falte en la mesa qué yantar, que el agua siga fluyendo y quienes producen nuestros alimentos sigan sanos, tiempo habrá luego para volver a comer en restaurantes -ojalá pronto- o volver a tomar sopita en casa de mamá.
De momento, la cocina se ha vuelto el centro de la propia existencia: cocinar en familia, cuidar las plantas que luego darán sabor a nuestros preparados, hornear papas, desgranar arvejas, intentar hacer natilla a la vieja usanza, remojar los fríjoles y tomarnos el tiempo de moler maíz y hacer las telas para el día que habrá de llegar.
Por: Luis Vidal