No es posible negar o relativizar los efectos devastadores causados por la pandemia produciendo cientos de miles de muertos a lo largo y ancho del mundo. Tampoco se puede desconocer que la cuarentena obligatoria y la suspensión de las actividades económicas agravaron el hambre, ya endémico en el mundo, y las penurias de millones de personas.
Igualmente, no es posible ocultar las frecuentes y gigantes catástrofes naturales que viene acarreando el calentamiento global.
El rechazo de estas incontestables realidades, nos pone delante de uno de los dramas de la sociedad contemporánea: la incapacidad de aceptar la verdad de los hechos por defender intereses particulares.
Tal tendencia tiene un ángulo que agrava la problemática: ha venido creciendo en el mundo la actitud de dar crédito, a priori, a aquellos con quienes simpatizo y de declarar, a priori, equivocados a quienes no comparten la propia opinión. Nos encontramos así con una sociedad que renuncia al valor de buscar y de reconocer la verdad.
Las redes sociales son proclives a propiciar dicha polarización. Tal actitud renuncia al empeño personal por conocer la verdad de los hechos, puesto que el interés ha sido depositado en la defensa de una posición, una creencia, un líder incuestionado, de un beneficio propio o particular, sin mediar análisis o razonamiento crítico alguno. Es así como se desarrolla una miopía, o ceguera, que incapacita para captar la fuerza de los hechos y de la verdad que contienen. Es el autoengaño por opción.
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También la verdad ha sido golpeada en la pandemia y hemos visto ante ella posiciones que rayan en lo absurdo: negar la gravedad de los hechos, declararse inmune al contagio, acallar las voces de científicos que alertan sobre el peligro que ésta acarrea y las oleadas de información enviadas por las redes, que engañan, ocultan y hasta se aprovechan de la ignorancia y de la actitud obsecuente de seguidores que renuncian a examinarlas críticamente.
La honesta aceptación de la verdad que contienen los hechos es básica para preservar la vida. Un rol clave en ello lo tiene el conocimiento construido a través de métodos científicos que no se puede substituir por verdades ideológicas. Descubrir e identificar la verdad requiere el diálogo de saberes. Por ello, debería ser práctica corriente para el conocimiento científico entrar en diálogo con las sabidurías ancestrales y otros conocimientos presentes en la sociedad, puesto que éstos también tienen qué decir en la búsqueda y construcción de la verdad. No es extraño que el Papa Francisco considere que:
“Los grandes sabios del pasado, en este contexto, correrían el riesgo de apagar su sabiduría en medio del ruido dispersivo de la información. (…) La verdadera sabiduría, producto de la reflexión, del diálogo y del encuentro generoso entre las personas, no se consigue con una mera acumulación de datos que termina saturando y obnubilando, en una especie de contaminación mental”. (Papa Francisco, Laudato Si, p. 47).
Ubicar la búsqueda de la verdad como uno de los más altos propósitos de la humanidad es cuestión de vida o muerte. Esta actitud tiene profundas implicaciones éticas y vale para verdades históricas, culturales, sociales y para aquellas referidas a los procesos naturales. Preguntas tales como ¿qué pasa?, ¿por qué pasa?, y ¿cómo pasa? son interrogantes que deberíamos poner siempre al frente de nuestra percepción de las cosas. Es un asunto de honestidad con lo real. Y, cuando tales hechos o realidades ponen en peligro la vida o los valores que deben orientar una sociedad, es justo preguntarse “¿cómo se puede transformar tal realidad?”.
Tales búsquedas no pueden ser exclusivamente personales o grupales. Se requiere participar en el diálogo de perspectivas y saberes aportados por quienes colectivamente se esfuerzan en establecer la verdad de los hechos. Tal disposición permite actuar con sabiduría.
Por: Centro de Fe y Culturas
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