Aprovechando que estamos en Cuaresma, esta semana quiero referirme al tema de la cocina para estas fechas.
Empiezo recordando aquellas épocas en las que para nosotros era precepto religioso la abstinencia de carne los días viernes de Cuaresma y el ayuno el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, situación que anualmente les traía un gravísimo problema a nuestras amas de casa. Habituadas como estaban a una tierra en la que lo normal era comer carnes, y el pescado era algo escaso y lejano, tenían que disponer cuáles serían las comidas familiares para estas fechas. En esas épocas las neveras apenas se empezaban a popularizar como un electrodoméstico indispensable para cada casa; el pescado fresco era un lujo, las carreteras para acceder al mar eran casi tan precarias como las de ahora y el ferrocarril que comunicaba a Medellín con la costa atlántica no tenía vagones refrigerados; en cualquier caso, el pescado se transportaba dispuesto sobre grandes bloques de hielo y cubierto con ramas de palma u hojas de plátano, por lo tanto su frescura dependía de la duración del viaje y de que los bloques de hielo no se derritieran durante el trayecto.
El pescado fresco era vendido en pescaderías situadas sobre la calle Tejelo, al pie del Palacio Municipal. En ellas, la mercancía era exhibida en grandes mesadas en las que los pescados se disponían sobre hielo picado y eran bañados, de tanto en tanto, con un poco de agua fresca, con el fin de que las clientas vieran sus ojos brillantes y les parecieran muy frescos y recién sacados del agua. Además, los días jueves era común oír por las calles de los barrios el pregón de vendedores que anunciaban “¡pescado fresco, pescado!”.
La otra opción era el denominado “pescado seco” que se vendía en algunas pescaderías y en las diferentes plazas de mercado. Los vendedores decían que se trataba de bacalao noruego salado y recién desempacado, llegado desde Cartagena o Buenaventura; según los entendidos, eran postas de grandes peces de mar o de la laguna de Ayapel, salados y secados con el sol del trópico por pescadores artesanales.
Es fácil colegir que en un Medellín con tan poca exposición al consumo del pescado, no se tenían platos especiales para los días de la Cuaresma, que yo recuerde. El pescado se cocinaba apanado o frito, acompañado de nuestra proverbial ensalada de la tierra: lechuga y tomate y también con un poco de arroz.
Por eso, cuando fui a vivir a Ecuador me sorprendió encontrar que para estas épocas tenían, y siguen teniendo, su deliciosa Fanesca, un guiso extraordinario que Claudio Malo González define así en el libro “Fanesca de Fanescas”, de mi amiga Rosa Vintimilla Vinueza: “Guiso que se toma especialmente en Viernes Santo, consistente en pescado, granos tiernos, leche y huevo, acompañado de plátano frito y otros aderezos”.
Dice Rosa en su libro: “Entre los tantos recuerdos de mi niñez unidos a nuestra cocina, está el de una gran olla en la que se hacía la fanesca. Su preparación se iniciaba el día anterior, se compraba un costal de choclos, canastas de habas, de porotos y alverjas, de achogchas, los sambos y los zapallos. Había mucha gente ayudando a pelar los granos y a sancocharlos y, al día siguiente, el olor de refrito de bacalao inundaba la casa. Hallé que en una esquina de la cocina estaba el brasero con una olla grande donde se mezclaban los granos ya medio cocidos, a los que había que mover todo el tiempo con una gran cuchara”.
La fanesca es un plato aparentemente sencillo de hacer, pero reúne una gran complejidad de sabores, provenientes de la sabia combinación de entre 12 y 20 ingredientes preparados en comunidad utilizando fuegos lentos y antiguas recetas familiares, y es consumida en un gran evento familiar anual, como es el almuerzo del Viernes Santo. En Ecuador es común afirmar que “¡la mejor fanesca es la que hacía mi abuelita’!” Si va a Ecuador por estos días no deje de pedirla, estoy seguro de que le encantará.
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Buenos Aires, Marzo de 2012.
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Cocina de Cuaresma
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