Llevo hoy 32 días en casa, con solo dos salidas, las dos de compras, que traté de hacerlas pronto y bajo máximas medidas de seguridad e higiene, para no traer el bicho a hacer daños entre mis quince paredes.
Van 32 días en los que he hecho de todo, menos sentirme encerrado. Al contrario, creo que hasta el 16 de marzo tenía más horas de las que quería de calle, oficina, estadio, gimnasio, pistas, mesas, escritorios y tacos (¿se acuerdan de los tacos imposibles, interminables, ofuscantes, acalorantes, del Aburrá? ¿se acuerdan de que por estar hablando de pico y placa extendido el COVID-19 nos cayó como por la espalda). Van 32 días de trabajo, en jornadas para las que no alcanzan las nueve horas, pero no me quejo. O no todavía.
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Y de cocinar, reencontrar personas, así sea a distancia y con pantallas de por medio, leer, extrañar, amar, arrunchar, aprender, donar, hacer aseo y sufrir gimnasio. También Better call Saul y La casa de papel han acompañado estas horas. Hasta he jugado bingo, ¡qué divertido es!, gracias a las bonitas ideas de la administración del conjunto donde vivo. Bingo desde los balcones, bingo donde me faltaron dos números para el peso. El otro miércoles tendré revancha. El otro miércoles gritaré, como los demás, “¡revuelvan bien!”.
Treinta y dos días y una sola queja: mi pobre profe de gym.
Todos los días doy guerra para estar a las 7 a.m. listo para conectarme con las clases virtuales, unas de GAP, otras de tren superior, otras funcionales, con Guillo como instructor. El profe va gratis casi todos los días por redes sociales y desde su casa, en lo que parece ser su sala, montó un espacio para su tanda de burpees, sentadillas, flexiones, trotes y abdominales, que suma 45 minutos, que regala salud y, clave por estos días, una liberación de pensamientos, y que seguimos por miles desde no sé cuántos países. Insisto: gratis.
Pero, pobre profe, creo que lo van a enloquecer. Y ya se le nota un dejo de hastío. Lo que comenzó como una posibilidad de encuentro frente a la actividad física desde el aislamiento obligatorio, ya se transformó en una colección de regaños y lamentos desde no sé cuántos países. Se suponía que nos encontrábamos para tirar burpees y martillos (a falta de mancuernas, buenas son dos botellas de las de jugo de mandarina llenas de agua), pero esta gente no para de chillar.
No es sino que despegue la clase y empiezan: no oigo nada, no veo bien, me duele, su música no me gusta, ese no es el nombre del ejercicio, ponga la cámara en horizontal, hágase a un lado para poder ver a su compañera, ponga la cámara en vertical, por qué mejor no abren el gimnasio, por qué empezó tarde, por qué empezó temprano… ¿Cómo hacen para quejarse tanto, tantos y todos los días? ¡Cómo hacen para chatear, quejarse y al mismo tiempo hacer flexiones!
Pobre profe de gym, sé que cara a cara no le dirían nada de eso o no por lo menos con ese tono desobligante, pero es la valentía que suma puntos por la distancia que dan las redes sociales y es la descortesía que abunda por ignorar las simples y muy necesarias reglas de la denominada netiqueta.
La pandemia, su encierro obligatorio, y por supuesto que necesario, nos aferró más a las pantallas, que sé que muchos veníamos considerando invasivas de la vida. Por ahora son el único recurso, ¿qué tal si las llenamos de amabilidad, tolerancia, comprensión y empatía, mientras volvemos al entrañable cara a cara?
Por: Juan Quintero A.