Que el mesero te envíe a casa con una sonrisa y más dateado

Volví de vacaciones y, como les sucede a ustedes cuando viajan, llegué con el clásico pensamiento del “¿por qué aquí no…?”. Esta vez pido que nos enseñen, nos antojen, nos sorprendan.

En vacaciones estuve en Argentina, en la gran Mendoza, el Magic Kingdom del vino, con sus más de 900 viñedos, con su vida gastronómica diversa en la fabulosa calle Arístides, que en verano cierra cocinas a las 2 a.m., y luego en la atrapante Buenos Aires. Copas fantásticas, precios por botella que hacen piantar un lagrimón por económicos, como el del Malbec de Trumpeter, que en restaurantes vale $42.600 de los nuestros o el Nieto Senetiner por $37.300. En restaurantes, recalco.

Y, claro, como les sucede a ustedes cuando viajan, volví engomado y con el clásico pensamiento del “¿por qué aquí no…?”. Aplica para la logística de la recolección de basuras, para el transporte público y la Sube (su versión de la Cívica), para andenes y parques, para la librería Ateneo. ¿Por qué aquí no?, “¡porque no!”, me querrá responder la política local. Qué le hacemos.

En lo que sí podemos modificar prácticas sin resetear la ciudad ni irritar a los jefes de Hacienda, volviendo al vino y la gastronomía, es en los restaurantes: ponerles cariñito a las maneras de meseros hacia comensales para que dejemos de ir a comer y a brindar, a secas, y disfrutemos una experiencia que toque fibras.

Que no nos lleven cosas a la mesa: que nos enseñen, nos antojen, nos sorprendan. Con plena información, con buen gusto, sin melosería y cortico. Tampoco pues es que terminemos arrimando otra silla. Que si pedimos un Malbec nos inviten a tomarlo fresco, 16-18 grados centígrados, y nos cuenten que la cepa que le da vida es el emblema de Argentina ante el mundo. Y que acompañado con un ojo de bife es un sueño. Que si el plato está elaborado bajo el postulado kilómetro cero, nos expliquen qué es eso tan bonito. Y si trae flores, nos digan que son comestibles y generan armonía de sabores. Que si cerramos con Fernet Branca, nos cuenten que sus creadores, en 1845, en Milán, fueron Bernardino Branca y el doctor Fernet, como combinación de hierbas, cortezas, raíces y frutos macerados en alcohol y criada en roble esloveno.

Claro que en nuestros restaurantes sucede, con meseros, con sommelieres, con los cocineros. Beto, en Carmen. Anita, en la Cafetiere. Rodrigo, en Herbario. Alejandro, en San Carbón. Ángel, en El Cielo. Giorgio, en El Graspo de Uva. Santiago, en Pesqueira. Fabio, en El Trompo. Juan Santiago, en La Chagra. Pero esto no debería ser de minorías, de nombres que caben en la memoria.

Un servicio divertido, entrenado, cómplice de la buena experiencia gastronómica, es el mejor embajador de lo que ocurre cocina adentro. Además invita a aprender, a regresar y a dejar mejor propina.

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