Cuando, alguna vez, leí El último mohicano de James Fenimore Cooper, el pretencioso antropólogo que hay en mí rabió de indignación al descubrir que el novelista hacía de sus personajes indios unos brutos irredimibles que, a la sola visión de una gota de sangre, perdían el control y se entregaban a la carnicería más espantosa: “La sangre corría como un arroyo desbordado, y aquellos bárbaros indígenas, ebrios con la matanza, se arrodillaban y, enloquecidos, ponían sus bocas en el suelo para beber ávidamente, triunfalmente, infernalmente, el rojo y caliente líquido”. Entre eso y el banquete de puñaladas que se vio en El Campín no hay mucha diferencia, y si me sigue pareciendo que Cooper peca de malintencionado en su novela es porque adjudica a los solos nativos un mal que es, realmente, de toda la humanidad.
En estos días he oído, en boca de quienes se creen muy cívicos, que los hinchas del Santa Fe no sé qué cosa. Pues no: también los del Nacional apuñalaron a un compañero suyo en Cali, y muchas veces, estando en plena liturgia del equipo del pueblo, he visto a los rojiazules agarrarse a trompadas entre sí. Y no es porque sean aficionados del fútbol: el pasado 1° de mayo la policía se ensañó a bolillazos contra un muchacho inerme en Bogotá, con desenlace fatal, y -aunque con menos inocencia de por medio- también se ha visto millones de veces que una manada de ciudadanos acribille a golpes a algún ladronzuelo céntrico. Cuando estaba niño, en el colegio, todas las preferencias eran para aquel juego en que, si te pasaban una piedra entre los pies, te hacías acreedor a un centenar de patadas alevosas, y caerse no era motivo para suspender el castigo.
Puñales, sangre y cadáveres son las manifestaciones extremas de una actitud presente entre nosotros casi todos los días: una morbosa inclinación hacia el ataque masivo contra el que se pone en evidencia, una tendencia ensañada hacia el aprovechamiento a costa del débil. La ausencia de alguien hace que sus conocidos, reunidos, se preparen un fuerte guiso con su pellejo y reputación; la inexperiencia de un joven de primer semestre recibe la negra burla colectiva de los más avanzados (los que más ríen son los de segundo semestre); si un mendigo se acerca a una casa, todo mundo se siente autorizado para tratarlo con dureza y descortesía (“¡No hay nada!” “¡No señor!” “¡No puedo abrir!”), y si un pobre viejo cegatón y desmemoriado despacha en una revueltería, todos hacen fila para mercar allí. Conozco un caso cercano -y por eso doloroso- de un niño que, por tener dificultades para comunicarse y mantener su compostura emocional, es tratado con gritos y severidad por casi todos sus familiares.
Atacar en masa es cosa del chacal, la hiena, el lobo y el hombre. Pero mientras los primeros asumen su ferocidad al desnudo, el estilo del último es tapar esa realidad con palabrerío e ideales. Sálvese quien pueda.