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Hace algunas semanas, al despertar de una borrascosa noche de viernes, sentí el imperioso deseo de aderezar mi resaca con un desayuno de empanadas. Conseguí unos magníficos ejemplares en la carrera 45 con la calle 72, esto es, en plena vía del futuro Metroplús. La cocinera, con la sabia paciencia de los que realmente conocen su oficio, me explicó que en la mañana solo se despachan empanadas con carne, pues las llamadas “de iglesia” -mi antojo era por las tales- se preparan en la tarde. Me sentí conmovido por esa limpia muestra del enciclopedismo tradicional, pero casi inmediatamente la buena señora aguó mi fiesta: “Aproveche ahora, mijo, porque cuando el Metroplús esté pasando por aquí no nos van a dejar poner las mesitas”. Aunque soy de esos conservadores que pierden el sueño ante cualquier cambio -viví como un trauma la decisión de la Fifa que le daba 3 puntos al ganador-, acepto que cada cosa debe observarse en su particularidad e intentando suspender, así sea un rato, nuestro natural romanticismo. Por ejemplo, dígase lo que se diga, el correo electrónico es una bendición para las comunicaciones, pues, además de que garantiza la llegada de una remesa escrita en apenas segundos, no se opone a que las almas verdaderamente sentimentales sigan sellando sus sobres con lacre y comprando estampillas (y ya he comprobado que la mayor parte de aquellos que se quejan de que la comunicación virtual acabó con los carteros no han enviado una carta en su vida). Suponer que las cosas deben quedarse siempre como están sería tanto como decir que hoy, en pleno siglo 21, ni siquiera deberíamos llevar carrieles y arrear mulas sino que, mucho más drásticamente, tendríamos que vivir desnudos y a la intemperie. Sin embargo, hay un hecho que hace odiosos los cambios, y es que ellos ataquen gratuitamente eso que solemos llamar la “identidad”, por más que ignoremos lo que, en últimas, allí se guarda. Que un bus flamante y de estilo europeo surque la Avenida Carlos Gardel no tiene, aparentemente, nada que ver con una crisis de esa índole, pues bastaría adaptarse a una nueva manera de locomoción. Pero, ¿de dónde se sigue que las tranquilas prácticas culturales de toda una comunidad deban esconderse al paso de la nueva majestad? ¿Qué tiene qué ver el parque automotor con la masa de una empanada? Así, el Metroplús deja de ser una innovación funcional y se convierte en una horrible fantochada esnobista: pareciera como si el vanguardista vagón fuera traído a nuestras vidas solo para la ostentación y el alardeo arribista, así como muchas amas de casa contemporáneas adquieren costosísimos muebles apenas para el disfrute de sus amistades, dado que los hijos tienen prohibido el acceso al santuario: “¡Salite de la sala cagón, que vas a dañar los muebles nuevos!”. El dichoso Metroplús ha sido concebido con criterio faraónico: es decir, ha sido pensado como cosa grande y en pro de la memoria del alcalde constructor antes que como concreción de un anhelo común. Porque, a todas estas, ¿quién lo ha pedido? Solo basta pensar en su enorme costo social y cultural para sospechar que nadie o muy pocos. A diario veo casas a medio demoler, comercios asediados por montañas de escombros que amenazan con arruinarlos, eternos caos vehiculares que ponen en riesgo muchas vidas, árboles en el suelo y suciedad, y escucho las historias de familias y comerciantes que no han sido compensados por las expropiaciones, y lamentos anticipados de muchos que calculan un próximo fin de su empleo. Y ahora cae otra gota en tan afrentosa taza: las ventas de empanadas -como si fueran el hijo bobo que un padre fanfarrón quiere esconder- relegadas a la trastienda de la ciudad. Gusano voraz es el Metroplús. Efe Gómez habría dicho: “¿Pero de qué se venga el monstruo ése?”
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