Aprendiendo de la historia, una mirada puertas adentro y en perspectiva de la colección de pinturas calificada como la más importante del mundo.
Los aniversarios tienen una fuerte carga simbólica: no existen solo para conmemorar sino también para hacer presente lo que la “maestra de la vida”, que es la historia, nos puede enseñar.
En 2019 coincidieron, de manera inusitada, una enorme cantidad de celebraciones en los campos del arte y de la cultura. Quizá el último de esos eventos fue el de los 200 años del Museo del Prado, una institución que abrió sus puertas el 19 de noviembre de 1819 por deseo y decisión del rey Fernando VII.
Muchas personas creen que se trata de la colección de pinturas más importante del mundo, donde confluyen las mejores obras de Velásquez y de Goya y un excepcional conjunto de obras de los artistas de Flandes, lo mismo que de los principales italianos de los siglos XV y XVI.
Aunque resulta imposible hacer un recuento de la historia del Prado en pocas líneas, es posible recordar algunas circunstancias aparentemente insignificantes en su origen que, con el paso del tiempo, se han convertido en fuentes de enseñanza en el campo cultural. Entre muchas, quisiera rescatar aquí tres historias enmarcadas en el hecho de que el Museo del Prado tuvo su origen en el afán de los sucesivos reyes por coleccionar.
El arte, libre de visiones unidireccionales
La primera nos dice que conviene mirar más allá de lo que parecen ser las cosas. Uno de los conjuntos más valiosos del Prado es el de las pinturas eróticas italianas que coleccionó el rey Felipe II, frecuentemente tachado de moralista y mojigato. Dos siglos después, Carlos III, ilustrado, reformador y culto, estuvo a punto de ordenar su destrucción por considerarlas inmorales; por fortuna se decidió conservarlas, aunque permanecieron escondidas todavía muchos años más.
La moraleja de esta anécdota podría ser que frente a los valores de la historia cultural, del patrimonio y de las creaciones artísticas es necesario tener una actitud reflexiva y crítica que supere la fácil apariencia y que no se detenga en los puros intereses particulares, ni siquiera si se trata de los de los gobernantes. Este es un terreno donde no caben las visiones unidireccionales.
Una segunda historia nos trae a la memoria a Felipe IV y a Carlos IV, dos reyes con frecuencia vilipendiados por la debilidad de sus gobiernos. Sin embargo, frente al Museo del Prado cabe recordar también que en sus reinados fueron adquiridas muchas de las más importantes obras de la colección, entre otras cosas porque entendieron la grandeza de artistas como Velásquez y Goya y buscaron su sabiduría en asuntos de arte, incluso cuando, como en el caso de Goya, podía haber ideas políticas que los distanciaban.
Los reyes y la Corte
Y, en fin, una historia que resulta fundamental para la consolidación del Museo. Dado que las colecciones reales eran propiedad personal del monarca, el testamento de Fernando VII establecía que todos sus bienes, incluidas las obras expuestas en El Prado, se dividieran por partes iguales entre sus hijas, la futura reina Isabel II, entonces de tres años, y su hermana María Luisa Fernanda, de un año. Ello significaba la muerte de un museo que apenas empezaba a vivir. Por fortuna, los juristas de la corte definieron que la ejecución del testamento debía esperar a que la nueva reina alcanzara la mayoría de edad y, más adelante le aconsejaron no dividir esos bienes sino, más bien, indemnizar en dinero a su hermana menor, una solución que fue aceptada por todas las partes. Al caer la monarquía, sus bienes pasaron a la nación y el Prado se salvó definitivamente, en último término porque se entendió que el patrimonio cultural corresponde a España y no al poder económico, político o religioso.
Quizá en la historia del Museo del Prado hay moralejas que cada uno puede deducir; enseñanzas que siguen hablando también aquí y ahora, en nuestra propia historia.