Por: Juan Carlos Orrego | ||
Cualquier medellinense mayor de treinta y tantos años tiene una idea clara de quién fue Eduardo Caballero Calderón; y, si por casualidad la noción es borrosa, es seguro que por lo menos recuerda un par de títulos de novelas: muy posiblemente “El Cristo de espaldas” y “Siervo sin tierra”, que leyó o fingió leer en sus años colegiales. ¡Quién no tuvo en sus manos las ediciones desmañadas de Bedout, cuyas carátulas amarillosas dejaban ver los mamarrachos pintados por el hijo del escritor!
A pesar de la relativa popularidad de Caballero Calderón, a muchos habrá tomado por sorpresa -porque lo leyeron en El Tiempo o porque ahora se vienen a “desayunar” en esta columna- que este flamante 2010, año redondo de elecciones y Mundial de Fútbol, es también el del centenario del novelista bogotano. La ignorancia es, sin embargo, explicable: todo lo aprendido en el bachillerato lo olvidamos como si quisiéramos dejar atrás un mal rato; además, muchos de nuestros conciudadanos padecen de un estúpido complejo que les lleva a detestar todo lo que huela a altiplano cundiboyacense; y, para rematar, aquí nos movemos entre extremos a la hora de las conmemoraciones: nos llenamos la boca con la torta universal del aniversario de Nietzsche o Borges, o trovamos, en borrachera regionalista, el “Happy Birthday” de Tomás Carrasquilla o Manuel Mejía Vallejo. Pero… ¿Eugenio Díaz? ¿José Asunción Silva? ¿Eduardo qué? De acuerdo con el mismo Caballero Calderón, el día de su nacimiento -el 6 de marzo de 1910- se avistó el cometa Halley en los cielos de la capital. Supongo que se trató de un presagio de lo que habría de ser una carrera exitosa; una con libros entrañables cuyas historias tienen que ver con el sueño campesino de poseer una tierra propia -así sea, como en “Siervo sin tierra”, la muy íngrima de la sepultura-, con hermanos que se matan con modernas quijadas de burro -según lo deja ver la evangélica “Caín”-, con bobos heroicos consagrados a honrar al padre -“Manuel Pacho”- y con escritores locos que viven en París los desiguales delirios de la genialidad y el hambre -“El buen salvaje”-. Otros argumentos, menos conocidos, muestran que el novelista también se trasnochó con dramas de aviones a punto de caer -“La penúltima hora”, que más parece “Aeropuerto 75”- y conspiraciones planetarias lideradas por indios motilones -como ocurre en la desconocida “Azote de sapo”. Eduardo Caballero Calderón recibió en vida múltiples recompensas. Entre las más corrientes, que son los premios literarios, el bogotano alcanzó -acaso como su botín más lustroso- el Premio Nadal de 1965, en España. Más allá están los nombramientos consulares que, gracias al consabido ocio en que transcurren, permitieron al autor la escritura de muchas páginas; y las distinciones honorarias, como aquella de ser nombrado, antes de los cuarenta años, como miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua. Y, claro, también debe inventariarse la coronación de los argumentos en la televisión y el cine, con los actores criollos de postín encarnando a los enruanados personajes (como ocurrió cuando, en “Caín”, Jorge Emilio Salazar mató a Armando Gutiérrez con la idea de hacerse dueño de Martha Liliana Ruiz). Finalmente, la presea mayor: los millones de hispanohablantes que han puesto sus ojos sobre esta literatura. La institucionalidad cultural del país tiene el reto de vencer, so pretexto del rutilante cumpleaños literario, los olvidos e indiferencias de la vida cotidiana. La tarea no es fácil, habida cuenta de las rutinas futboleras y las murmuraciones políticas que entretienen nuestros días. Queda la esperanza de que la conciencia bicentenaria de la Independencia alcance para desempolvar las principales estatuas del museo de nuestra historia colectiva. |
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