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A modo de explicación vulgar, la “Resiliencia” es un término que viene de la física y se refiere a la capacidad de un material para recuperar al menos su forma luego de haber sido sometido a condiciones extremas de estiramiento o tensiones -por ejemplo-, aunque la forma íntima de sus moléculas ya no sea la misma de antes. Estire usted un caucho de oficina al máximo y luego desestírelo: parecerá ser el mismo, pero habrá perdido gran parte de su fuerza inicial. Del ámbito de la física el concepto fue rápidamente asimilado a principios de los años setentas por investigadores psicológicos, entre quienes se destacan Kobasa, Maddi, Rutter, Cyrulnik. Como cosa extraña, fueron capaces de ponerse de acuerdo en un asunto tan complejo y subjetivo, que aplicado al campo social e individual parece que funciona. Para no traicionar el pensamiento resilienciano, me voy a permitir transcribir aquí unos apartecitos fundamentales, para que luego veamos hacia dónde vamos: “En psicología, el término resiliencia refiere a la capacidad de los sujetos para sobreponerse a tragedias o períodos de dolor emocional. Cuando un sujeto o grupo humano es capaz de hacerlo, se dice que tiene resiliencia adecuada, y puede sobreponerse a contratiempos o, incluso, resultar fortalecido por los mismos: flexibilidad adaptativa. Fue Boris Cyrulnik, quien amplió el concepto de resiliencia observando a los sobrevivientes de los campos de concentración, los niños de los orfelinatos rumanos y los niños de la calle en América Latina. La resiliencia, en suma, “es la capacidad de una persona o grupo para seguir proyectándose en el futuro a pesar de acontecimientos desestabilizadores, de condiciones de vida difíciles y de traumas a veces graves. La resiliencia parece una realidad confirmada por el testimonio de muchísimas personas que, aun habiendo vivido una situación traumática, han conseguido encajarla y seguir desenvolviéndose y viviendo, incluso, en un nivel superior, como si el trauma vivido y asumido hubiera desarrollado en ellos recursos latentes e insospechados. La literatura científica actual demuestra de forma contundente que la resiliencia es una respuesta común y un ajuste saludable a la adversidad. Michael Mancieux, en su libro “La resiliencia: ¿mito o realidad?”, dice: “Todos conocemos niños, adolescentes, familias y comunidades que ‘encajan’ shocks, pruebas y rupturas, y las superan y siguen desenvolviéndose y viviendo -a menudo a un nivel superior- como si el trauma sufrido y asumido hubiera desarrollado en ellos, a veces revelado incluso, recursos latentes y aun insospechados”. No es sino que nos remitamos a los terribles traumas que afrontan los niños en los cuentos de los Hermanos Grimm, que sufren toda clase de mutilaciones y vejaciones, y siguen tan campantes con sus muñones, ciegos, sin lengua… pero con los bolsillos llenos de oro. Se observa que a mayor actividad cognitiva y a mayor capacidad intelectual aumenta la resiliencia, no solo emocional sino de las neuronas de los sujetos. En verdad no es absoluta la relación «mayor nivel intelectual = mayor resiliencia», pero estadísticamente es muy frecuente. El sujeto con mayores conocimientos y mayor capacidad intelectual puede procesar y elaborar más eficazmente los traumas y los factores malignos. Pero, ¿a qué carajos viene todo esto? Pues bien, acabamos de afrontar en el Magnífico Principado de Hammelin las elecciones para ayuntamientos y los Malvados Flautistas que ha elegido el pueblo raso, esos que arrastran tras de sí toda clase de ratas y bichos de alcantarilla, en la mayoría de los condados, ducados y marquesados parecen ser de peor calaña que los que regían antes. Saquemos a flote entonces la mayor resiliencia posible para afrontar la negra época que se aproxima, ¡y que el Gato con Botas nos proteja! |
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