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Por: José Gabriel Baena Por estos días trabajo en un equipo de investigación para realizar una muestra documental sobre Marco Fidel Suárez, continuando la interesante serie sobre escritores antioqueños que el Metro de Medellín inició hará cerca de tres años. Y me he encontrado grande sorpresas con Don Marco, de quien tenía solo una vaga noción y grandes prejuicios. No me acuerdo si fue en este periódico donde conté cómo, cuando estaba en quinto elemental, mi profesor de la época me obligó –dado que yo era “el mejor de la clase”-, a aprender larguísimos fragmentos de la “Oración a Jesucristo” para recitar en un acto público de la escuela, con ensayos que duraron seis meses todos los días después de clases. Una pesadilla después de la cual nunca más quise saber nada más de Suárez. Pero la vida gira sobre su propio eje y generalmente lo que te ha traumatizado en la infancia te realcanza cincuenta años después, al contrario de lo que ocurre con las cosas felices, que nunca más vuelven a tocarte con sus rosados dedos… Con Suárez me he encontrando con esa especie de negra Edad Media en que se sumergió Colombia a finales del siglo 19 y principios del 20, “esta noche social”, decía él, pero también con un personaje que a pesar de sus recalcitrantes ideas conservadoras y requetecatólicas guardaba en el fondo de su alma campesina una lucecita de bucólica e ingenua sabiduría aprendida en los libros y reflejada sobre todo en sus “Sueños de Luciano Pulgar”, que ya nadie lee ni sabe que existan. El conservatismo negrísimo de Suárez le fue inyectado en su larga educación en el Seminario y su trato con sus curas protectores desde su tierna infancia, casi hasta los treinta años. Y luego, su amistad con Miguel Antonio Caro en Bogotá. Nacido en 1855, ya hacia 1892 y residente en La Capital, donde empezaba a desempeñar una larga serie de cargos públicos, presentía todas las infamias del participar en la Política, hacia la cual se vio empujado por puro agradecimiento con sus protectores y con la Iglesia, cuando hubiera sido feliz toda la vida como simple maestro de escuela, enseñándoles latines y españolerías a sus educandos. En ese año 1892, en un ensayo sobre Colón, se viene Suárez con todo contra la Política, así: “La Política, tierra donde se fermentan todas las pasiones y donde se crían todas las plantas más venenosas: la envidia, la venganza, la ingratitud, la codicia, la calumnia, cuanto se guarda de peor en el corazón prospera en ese campo donde no se presenta al espíritu sino la contemplación de la miserable naturaleza humana, que solo sobrenaturalmente puede amarse”. Y sabiendo todo esto, sin embargo, tuvo Suárez que sacrificarse en ese altar satánico, por lealtad con su Partido… Miles fueron las penurias por las que atravesó “el hijo de la choza”, “el Presidente paria”, hasta su muerte en 1927, acusado por sus enemigos de “indigno” por empeñar su sueldito de Presidente para poder sobrevivir, y por cuanto acto administrativo “doloso” le achacaban sus enemigos, entre ellos el joven fascista Laureano Gómez y el dudoso poeta Guillermo Valencia, hoy felizmente olvidado. Ya viejo, Suárez se paseaba por las callejuelas de Bogotá, sumido en sus meditaciones, cuentan las crónicas, escribiendo en su cabeza los “Sueños”: “Entre paso y paso redondeaba los párrafos, sin que lo distrajeran los ruidos de la calle semejantes para él a los ruidos de un bosque por el que iba vagando… Y miraba a los hombres como árboles, como árboles que pasan…”. Uno de los más luminosos escritos de Suárez es una extensa “exposición” sobre un viaje que realizó en su presidencia por diferentes lugares del país, en la cual exhibe sus mejores cualidades como cronista y reflexivo relator, retratista lúcido de la geografía y la idiosincrasia de los pobladores de las regiones visitadas, un ensayo que merece reproducción para nuevos lectores. Allí el oscuro Suárez se deleita con los amaneceres y atardeceres de la Patria, con sus montañas y valles y ríos imponentes, el texto de un buen viajero, alejado todo ello de las alcantarillas humanas de La Capital, esa ciudad que lo doblegó vilmente hasta la muerte. Contaba su hija María Antonia que “nunca le oyó una carcajada ni lo vio reír. Él había leído la sentencia de la Sagrada Escritura: Vir sapiens vix ridet: el hombre sabio apenas sí se sonríe: el tonto ríe a carcajadas”, y que no tenía en su casa ni un cuadrito, una pintura, nada que decorase sus paredes, porque “… ¿esto de qué me serviría para la Eternidad?”. ¡Pobre y enorme corazón! Con precisión el anagrama que hicieron de su nombre reza: “Sacro mar de luz y fe”. Saludo solidario en esa Eternidad a Don Marco Fidel, quien siempre se negaba a telefonear y nunca aprendió a manejar la maldita máquina de escribir… [email protected]
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