Nada de lo que Débora Arango hizo encarnó jamás un delito. Siempre se trató de cosas vagas, como, decían, ir en contra del establecimiento, que nunca nadie ha podido explicar por qué está mal.
Si pudiera establecerse una jerarquía de infamias, la intimidación sin duda ocuparía un lugar alto. Acobardar a alguien –para usar un verbo suave– en razón de sus ideas y de la forma cómo las expresa viene a ser una pasiva y sofisticada –aunque a la vez burda, qué contradicción– forma de violencia.
Débora Arango, la mujer que aparece en este retrato, la padeció como pocas en su tiempo. Insistían en que no podía pintar lo que pintaba y para ello exponían argumentos más bien llanos: que era molesta, que era incendiaria o que hacía sentir ridículos a quienes representaba en sus obras, la mayoría de las veces hombres con poder. A Débora Arango jamás se le enfrentó en términos ingeniosos, mucho menos con un arte igual al suyo; por el contrario con ella se usó la maniobra de la intimidación.
Durante mucho tiempo Débora Arango no volvió a exhibir, fatigada de tanto. Pero eso no impidió que pintara, y en efecto hoy sabemos que esos años de retiro fueron muy prolijos. Pero supongamos que no lo hubiera hecho: nada, ninguna intimidación, hubiera evitado que siguiera imaginando y creando en la inaccesible soberanía de su insondable mundo interior.
Por: Biblioteca Pública Piloto de Medellín – Esteban Duperly