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Por: Gustavo Arango | ||
Cuando uno encuentra a Emerson sin demasiados preámbulos, sin que nadie se haya tomado la tarea de hablarnos de su importancia o sus flaquezas, tiene la vaga sensación de estar, al mismo tiempo, frente a uno de los más grandes escritores que sea posible encontrar y de un delirante al que sería fácil aplicarle el burlón título del bobo del pueblo. Sus libros no están a la venta en las esquinas, al lado de las últimas novelas de sicarios; ni aparecen reseñados en los periódicos que suelen ser dueños o socios o amigos de las editoriales. Así que ya cumplen con un requisito básico de la buena literatura. Pero la historia parece haberse confabulado para enterrar al bobo de Nueva Inglaterra. Le han dicho de todo: optimista, monista, trascendentalista. Su nombre quedó perdido detrás de grandes nombres en las letras norteamericanas del siglo diecinueve: Poe, Hawthorne, Melville; algunos de ellos lo miraban con desprecio. Ha recibido elogios de autores, como Nietzsche, a los que su obra había destruido por anticipado. Hasta sus discípulos directos, como Withman y Thoreau, fallan al reconocerle los méritos a su maestro y se refieren a él como a un pobre loquito embriagado de obviedades.
Resulta comprensible que la obra de Emerson se haya perdido en los laberinto del tiempo. Sus ideas son como el brindis que alguien hace al comienzo de una fiesta, minutos antes de que empiece una balacera. ¿Quién diablos se va a acordar de que había un brindis cuando empezó la tragedia? En este caso la tragedia fue ese desfile de sabihondos que se encargó de convencernos de que somos poca cosa: Darwin diciéndonos miquitos, Freud comparando el milagro del pensamiento con una tubería aherrumbrada, Nietzsche matando a un Dios que ya estaba muerto… todos empeñados en convencernos de que somos basuritas, accidentes de la nada, que el alma es una superstición, que da lo mismo lo que hagamos o dejemos de hacer; abonando de paso el terreno para toda clase de atrocidades. Si fuera necesario definir a Emerson con una sola palabra, pienso que esa palabra sería “inconformidad”. La inconformidad está en el centro de “Self-reliance”, uno de sus ensayos más encendidos, ese llamado a que cada uno de nosotros se sostenga en sus propios pies, de cara al mundo, sin buscar el amparo de instituciones, de turbas o de dogmas. Quizá porque ya olía en el ambiente el triunfo del desaliento, Emerson decidió rebelarse contra todos los poderes empeñados en destruir la grandeza del ser humano. Todos sus elogios tienen un “pero” rebelde, creativo, dinámico. La historia es importante, “pero” está en pañales, porque aún no hemos aprendido a escribir la épica del alma. La amistad y el amor son maravillosos, “pero” es mejor quedarse uno solo. Los libros son muy buenos, “pero” es mejor vivir que leer. La filosofía ha logrado prodigios descomunales, “pero” lo que nos queda por entender es infinitamente más grande. “Nada grandioso se ha conseguido sin la participación del entusiasmo”, “pero” la sabiduría verdadera consiste en aprender a abandonarse a ese espíritu universal que todo lo ordena. El mérito de Emerson consiste en conciliar esas aparentes contradicciones por medio de reveladoras paradojas. Cuando un lector consigue mirar a través del enturbiamiento de los ismos y el descrédito, y consigue leer a Ralph Waldo como si acabara de comprarlo en la esquina, los efectos de su lectura pueden ser intoxicantes. Quizá debería considerarse la prohibición de las dosis personales de Emerson, pues su lectura puede abrirle los ojos a cualquiera. Y no conviene que la gente sepa que en lugar de pobres diablos sometido a los vaivenes del tiempo, son seres bendecidos que contienen en sí mismos toda la aventura humana. No es fácil abusar de quienes saben que en su mente están todas las ideas de los grandes filósofos y que los grandes escritores se siguen expresando por medio de sus manos. Oneonta (Nueva York), diciembre de 2009. |
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