Alguien puede extasiarse con El jardín de las delicias y alguien evitarlo; alguien disfrutar de Botero y alguien pensar que pinta gordos sin gracia: así de libre tiene que ser la cosa.
Era la víspera de la inauguración de la Bienal Internacional de Arte en el Palacio de Exposiciones y el director –un reconocido coleccionista y crítico- invitó a un grupo de experimentados columnistas y periodistas culturales –yo era la excepción: veinteañera, recién graduada y estrenando mi primer trabajo- para una visita guiada.
Afuera, en la mitad del descampado, había un hueco largo, estrecho y bajito que parecía un descuido de última hora. Uno de los presentes lo pisó. ¿No ve que es una obra de arte?, se molestó el guía. ¿Cómo?, yo soy capaz de hacer lo mismo y mejorado, respondió el aludido. “Sí, pero su firma no significa nada en el mundo del arte”. ¡Ups!
Suficiente ilustración para que mi relación con el que hasta ese momento creía, era el mundo del arte, empezara a cambiar. Hasta llegar a cero reverencias a ningún artista, por cotizada que sea su firma, si no dice algo a mis sentidos, si no alimenta mi espíritu, si, simplemente, no me gusta. Es una cuestión personal. E intransferible.
(Alguien puede extasiarse con El jardín de las delicias de El Bosco y alguien evitarlo; alguien disfrutar de Botero y alguien pensar que pinta gordos sin gracia; alguien admirar los graffitis de Banksy y alguien tacharlos de afrentas al paisaje… Y no pasa nada, así de libre tiene que ser la cosa).
Un hueco en la tierra es un hueco en la tierra si lo abre un obrero anónimo de la construcción o un conocido artista cubano. Y un banano es un banano si está en la mata o en un frutero o en la plaza de mercado o en la pared. Independiente de que la crítica se devane los sesos tratando de explicar lo que quiso decir el autor. Independiente de que el autor tenga un discurso extenso para sustentar su hastío, su vacío creativo, su extravagancia, digno de una tesis doctoral de hermenéutica.
Por estos días el cotarro intelectual, en el que las pleitesías mutuas, los desafectos voraces y las envidias indisimulables se dan silvestres, está alborotado (alborozado) por cuenta del nuevo golpe publicitario del italiano, Maurizio Cattelan, en la reciente Art Basel de Miami.
Cattelan –el mismo del inodoro de oro macizo valorado en 1.250.000.00 dólares-, participó en la Feria con su obra Comediante: un banano pegado a la pared con cinta adhesiva gris, vendida en 120 mil dólares. Obra magna que concitó el interés de los medios que, para detectar dónde hay tomate, tienen narices. Y sirvió de escenografía a montones de selfies y despertó el apetito del artista norteamericano David Datuna, que aprovechó la tontería colectiva para darse un baño de popularidad: despegó el banano y se lo comió. ¡Ohhh!
Al oportunista lo expulsaron del recinto –a usted y a mí, fijo, nos hubieran mandado la policía-, el banano fue reemplazado y el director de relaciones públicas de la galería Perrotín dio un parte de tranquilidad: “Datuna no destruyó la obra. La banana es la idea”. La banana es la idea…, así de profundo. Por eso es que en este gran bazar del esnobismo, casi nada vale lo que cuesta y casi nada cuesta lo que vale.
(Un hueco en la tierra es un hueco en la tierra, un banano en la pared es un banano en la pared. Y póngale la firma).
ETCÉTERA: Una feliz Navidad para todos, gracias por leer y en 2020 nos reencontramos.