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Por: Gustavo Arango | ||
Ahora que España sublima sus nostalgias imperiales dictando solemne que la “ye” se debe llamar “ye”, y que “solo” sólo debe llevar tilde cuando hay riesgo de que diga lo que no debe decir, conviene sugerir que se incluya en la biblia del lenguaje una palabra ligera y afilada que bien puede connotar, entre otras cosas, esa esquiva independencia que llevamos ya dos siglos sin poder asumir. Me refiero a la común y ampliamente difundida palabra “fil”.
Supongo que buena parte de mis lectores no recuerda o no sabe lo que significa “fil”. Pero, como ocurre con las leyes, el desconocimiento de una cosa no niega su existencia; sólo afirma lo poco enterados que viven algunos acerca de lo que ocurre más allá de su nariz. Etimólogos de oficio, o sin oficio, estarán ya aventurando parentescos, encontrando relaciones con “filósofos” o cosas “afiladas” o hasta con la extrañísima “filfa: mentira o engaño”, palabra que un remoto profesor de español me hizo aprender de memoria, aunque he pasado el resto de la vida –hasta ahora mismo– sin poder utilizarla. Me pregunto cuál es el criterio para que una palabra reciba la bendición de la Real Academia de la Lengua Española. Si el criterio es demográfico, no sólo (¿o será solo? Si escribo sólo corro el riesgo de quedar solo) la palabra fil debe estar en todos los diccionarios; también la Academia debe cerrar sus solemnes puertas. Resulta obsoleto que las directrices de una lengua se den desde un país que a duras penas es el tercero o cuarto en el número de hablantes de esa lengua. Seamos realistas (de realidad, no de realeza) y miremos los números. El primer país del mundo hispánico es, de lejos, el picantísimo México. Hace un par de semanas se estableció que la población de ese país ha superado los 112 millones de habitantes y, aunque hay partes dónde sólo se hablan lenguas indígenas, siguen siendo los más hablantinosos de esa lengua que surgió de los abusos españoles, la malicia indígena, la sabrosura africana y otras pizcas de otros pueblos. El segundo, para no ir muy lejos, es los Estados Unidos. Con todo y que hay muchos que no se dejan contar en los censos, se estima que la población de hablantes de español en los Estados Unidos está cerca a los 48 millones de personas. Si queremos encontrar el verdadero centro de esa lengua derivada del castellano que insistimos, por miedo o por pereza, en llamar español, es preciso admitir que se encuentra en Norteamérica. Detrás del pelotón de los punteros encontramos a España, Colombia y Argentina. La primera insistiendo a los gritos en que le sigan haciendo caso (porque al fin y al cabo todavía es poderosa), la segunda convencidísima de que habla el mejor español del universo y la última diciendo que lo que habla no es español, sino europeo. Para redondear este repaso demográfico, podemos concluir que entre los dos primeros, México y Estados Unidos, constituyen la mitad de hablantes de la lengua, y que allá muchos saben lo que significa “fil”. Fil empezó siendo una sigla, su origen era un título largo y ostentoso: Feria Internacional del Libro de Guadalajara, pero hoy en día todo el mundo la conoce como la “fil”. En pocos años se ha convertido en la feria del libro más importante del mundo hispánico y para el año entrante tiene previsto extender sus alcances a Los Ángeles, la segunda ciudad hispana más grande del mundo, después de ciudad de México. Cada año, a finales de noviembre, la Fil es el centro vivo de una lengua rozagante que se deriva del español y, aunque todavía tiene residuos cortesanos (este año de bicentenarios el invitado especial fue “Castilla-La Mancha”) y la mayoría de los libros que allí se venden atan y no liberan, la FIL está en camino de convertirse en el símbolo de un cambio quizá más importante que las independencias de papel que se proclamaron hace dos siglos: el momento en que Hispanoamérica comprenda que ser independientes no sólo es un derecho, sino una obligación. Oneonta, Nueva York, diciembre de 2010. |
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