Tendría que contar casi toda mi vida para explicar por qué una mezcla de destino y terquedad me condujo a Sri Lanka. El 29 de marzo, cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Colombo, había culminado un largo viaje que empezó más de treinta años atrás en Medellín. No consigo recordar el momento preciso en que todo comenzó. A veces se me ocurre que fue con los reinados. Un día empecé a notar que las reinas que enviaban de Sri Lanka tenían bellezas raras y eran, de lejos, las que más felices se veían. Sentí que aquel país era propicio a la alegría y así empezó a gestarse el sueño de visitarlo algún día.
Su nombre me sonaba como música. Sri Lanka. Sin saber lo que significaba, ya me parecía hermoso. Luego supe que la expresión quiere decir “La isla resplandeciente”. No puedo acomodar en esta columna todo lo que he llegado a saber sobre esta isla que algunos llaman “la lágrima de la India”. Tendrán que esperar a que salga la novela que he querido escribir toda la vida. Marco Polo, Simbad, Ibn Battuta, Plinio el viejo, son algunos de los muchos que han hablado de este sitio donde tal vez quedaba el paraíso terrenal. Los árabes la llamaban Serendib y de ese nombre se deriva Serendipity: el don de hacer hallazgos extraordinarios. Sri Lanka o Ceilán, mi hallazgo extraordinario, es famosa por el té. Pero el té es una parte pequeña de lo mucho que prodiga esta tierra de riqueza demencial: piedras preciosas, una abrumadora variedad de animales, una riqueza vegetal que parece mentira y una gente de generosidad inagotable.
No sé si la expresión “Morir en Sri Lanka” surgió desde el principio o fue gestándose de a poco. A veces pensaba que era el título del libro que algún día escribiría. También llegué a pensar que se trataba de una premonición. Lo cierto es que familia y amigos se han cansado de oírme repetir esa frase y todos se alarmaron cuando anuncié que el momento de visitar la isla había llegado. Yo mismo llegué a Sri Lanka temiendo que las palabras me castigaran, pero sabiendo que no podía morirme sin haber hecho este viaje.
Los días que he vivido en Sri Lanka tienen una intensidad excepcional. Me tomará mucho tiempo hacerles justicia por escrito. La consciencia de que puedo morir en cualquier instante ha llenado de vida todo lo que he sentido. He visitado templos, he escalado montañas, me he bañado en aguas cristalinas, he conocido seres maravillosos y, por supuesto, he sentido muy cerca la posibilidad de morir. Quizá la más notoria ocurrió hace pocos días. Estábamos de compras muy cerca de la costa cuando empezó una alerta de tsunami. La gente estaba agitada. Fue difícil conseguir un vehículo para buscar un sitio seguro. El tráfico estaba enloquecido y había un ambiente como de fin del mundo. La alarma resultó injustificada, pero en ese momento en que poco se sabía, la posibilidad de morir era cierta e inminente. En medio de la prisa general llegué a sentir una paz que no me conocía. Una vez más pensé en la fuerza que a veces poseen las palabras y me dediqué a vivir esos segundos como si fueran los últimos. No llegué a sentir miedo, sino casi alegría. Desde entonces he vivido pensando que una ola gigante está a punto de alcanzarme.
Makola, Sri Lanka, abril de 2012.
Esperando el tsunami
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